Robert Fisk
Fallujah,
Irak, 27 de abril. Para el pequeño Sayef no habrá primavera árabe. Apenas de 14
meses de edad, yace en una pequeña frazada roja sobre un colchón barato tendido
en el suelo. A veces llora; su cabeza es dos veces más grande de lo que debería
ser, y está ciego y paralítico. Sayeffedin Abdulaziz Mohamed –su nombre
completo– tiene un rostro gentil y dicen que sonríe cuando otros niños lo
visitan y cuando familias y vecinos iraquíes entran en la habitación.
Pero
Sayef nunca conocerá la historia del mundo que lo rodea, nunca disfrutará las
libertades del nuevo Medio Oriente. Sólo puede mover las manos y toma
únicamente leche embotellada, porque no puede deglutir. Pesa tanto que su padre
apenas puede levantarlo en brazos. Vive en una prisión cuyas puertas estarán
cerradas para siempre.
Es
tan difícil escribir esta nota como lo es entender el valor de su familia.
Muchas de las familias de Fallujah cuyos niños nacieron con lo que los médicos
llaman anomalías congénitas prefieren mantener las puertas cerradas a extraños,
pues consideran a sus hijos una marca de vergüenza familiar, en vez de una
posible prueba de que algo terrible ocurrió aquí, luego de dos grandes batallas
de estadunidenses contra insurgentes en 2004, y otro conflicto en 2007.
Aunque
primero negaron haber usado proyectiles de fósforo durante la segunda batalla
de Fallujah, las fuerzas estadunidenses reconocieron haberlos disparado contra
edificios de la ciudad. Reportes independientes hablan de una tasa de defectos
congénitos en Fallujah mucho más alta que en otras regiones de Irak, ya no se
diga en países árabes. Nadie, por supuesto, puede mostrar evidencia irrebatible
de que las municiones estadunidenses han causado la tragedia de estos niños.
Sayef
vive –tal vez uso la palabra después de sopesarla– en el distrito al-Shahada de
Fallujah, en una de las calles más peligrosas de la ciudad. Los policías –todos
musulmanes sunitas, como los pobladores– montan guardia con sus armas
automáticas en la puerta de la casa durante nuestra visita, pero dos de ellos,
de uniforme azul, entran con nosotros y miran visiblemente conmovidos al bebé
indefenso en el suelo; mueven la cabeza con incredulidad y su expresión refleja
una impotencia que Mohamed, el padre del niño, se niega a dejar traslucir.
“Todo esto es por el uso de fósforo por los estadunidenses en las dos
grandes batallas –dice él–; he oído muchos casos de defectos congénitos en
niños. Tiene que haber una razón. La primera vez que llevamos a nuestro hijo al
hospital vi familias que tenían exactamente el mismo problema.”
Estudios
realizados a raíz de las batallas de 2004 han mostrado fuertes incrementos en
la mortalidad y el cáncer infantil en Fallujah; el más reciente, entre cuyos
autores está un médico del hospital general de la ciudad, señala que las
malformaciones congénitas ocurren en 15 por ciento de todos los nacimientos en
la localidad.
“Mi
hijo no puede valerse por sí mismo –dice Mohamed, acariciando la cabeza
agrandada del pequeño–, sólo puede mover las manos. Le damos leche del biberón;
no puede deglutir. A veces ni siquiera puede tomar la leche, y entonces tenemos
que llevarlo al hospital para que le pongan suero. Nació ciego. Además, su
riñón ha dejado de funcionar. Quedó paralítico. La ceguera se debe a la
hidrocefalia.”
Mohamed
sostiene las piernas inservibles de Sayef y las mueve gentilmente hacia arriba
y abajo. Cuando nació lo llevé a Bagdad; los más importantes neurocirujanos lo
revisaron. Dijeron que no podían hacer nada. Tenía un hoyo en la espalda, que
le cerraron, y luego uno en la cabeza. La primera operación no funcionó. Tuvo
meningitis.
Mohamed
y su esposa son mayores de 30 años. A diferencia de muchas familias tribales de
la zona, no están emparentados entre sí y sus dos hijas, nacidas antes de las
batallas, gozan de perfecta salud. Sayed nació el 27 de enero de 2011.
“Mis
dos hijas quieren mucho a su hermanito –relata Mohamed–, y a los doctores les
cae bien. Todos participan en cuidar al niño. El doctor Abdul-Wanab ha hecho un
trabajo asombroso; sin él, Sayef no estaría vivo.”
Mohamed
trabaja en una empresa de mecánica de riego, pero reconoce que, con un salario
de apenas 100 dólares mensuales, tiene que recibir ayuda económica de sus
familiares. Durante el conflicto no estaba en la ciudad, y cuando regresó a su
casa, dos meses después, la encontró minada; en 2006 recibió financiamiento
para reconstruirla. Durante nuestra conversación observa largamente a su hijo y
luego lo toma en sus brazos.
“Cada
vez que lo miro, muero por dentro –dice, y las lágrimas corren por sus
mejillas–. Pienso en su destino. Cada vez pesa más. Es más difícil cargarlo.”
Le
pregunto a quién culpa del calvario de su hijo. Espero una retahíla de
improperios contra los estadunidenses, el gobierno iraquí, el Ministerio de
Salud. La gente de Fallujah ha sido pintada durante mucho tiempo como pro
terrorista y antioccidental en la prensa mundial, a partir del asesinato y
cremación de cuatro mercenarios estadunidenses en la ciudad en 2004: el suceso
que marcó el principio de las batallas en las que perecieron 2 mil iraquíes,
civiles e insurgentes, junto con casi 100 efectivos estadunidenses.
Pero
Mohamed calla por unos instantes. No es el único padre que nos ha mostrado a su
hijo deforme.
“Sólo
pido la ayuda de Dios –dice–; no la espero de ningún ser humano.”
Lo
cual demuestra, creo yo, que Fallujah, lejos de ser una ciudad de terror, es
hogar de unos hombres muy valerosos.
©
The Independent
Traducción:
Jorge Anaya
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