“El
animal tiene memoria, pero ningún recuerdo”.
Heymann
Steinthal
Los
libros de Uexküll contienen a veces ilustraciones que tratan de sugerir la
forma en que aparecería un segmento del mundo humano visto desde el punto de
vista del erizo, de la abeja, de la mosca o del perro. El experimento es útil
por el efecto de extrañeza que produce en el lector, obligado de golpe a mirar
con ojos no humanos los lugares que le son más familiares. Pero tal extrañeza
no ha adquirido nunca una fuerza expresiva similar a la que Uexküll supo
imprimir a su descripción del ambiente del Ixodes ricinos, conocido vulgarmente
como garrapata, que constituye ciertamente un vértice del antihumanismo
moderno, digno de leerse junto a Ubu roi o Monsieur Teste.
El
exordio tiene tonos idílicos:
“El
habitante del campo que atraviesa a menudo bosques y malezas en compañía de su
perro no puede dejar de encontrarse con un minúsculo animal que, colgado de una
ramilla, espera a su presa, hombre o animal, para dejarse caer sobre la víctima
y saciarse con su sangre… En el momento de salir del huevo, no está todavía
completamente formado: le faltan un par de patas y los órganos genitales. Pero
en este estadio es ya capaz de atacar a los animales de sangre fría, como la
luciérnaga, apostándose en la punta de un hilo de hierba. Después de algunas
mudas sucesivas, adquiere los órganos que le faltaban y puede así dedicarse a
la caza de animales de sangre caliente. Cuando la hembra es fecundada, se
arrastra con sus ocho patas hasta la extremidad de una pequeña rama, para
precipitarse desde la altura justa sobre los pequeños mamíferos de paso o salir
al encuentro de animales de mayor envergadura”. (Uexküll, 85-86)
Tratemos
de imaginar, siguiendo las indicaciones de Uexküll, a la garrapata suspendida
en su arbusto en un bello día de verano, inmersa en la luz solar y envuelta por
todas partes por los colores y los perfumes de la flores del campo, por el
zumbido de las abejas y de los otros insectos, por el canto de los pájaros.
Mas, con todo, el idilio ya ha terminado, porque la garrapata no percibe
absolutamente nada de todo eso.
“Este
animal carece de ojos y sólo puede dar con su lugar de acecho gracias a la
sensibilidad de su piel a la luz. Este salteador de caminos es completamente
ciego y sordo y sólo el olfato le permite percibir la cercanía de su presa. El
olor del ácido butírico, que emana de los folículos sebáceos de todos los
mamíferos, actúa sobre él como una señal que le impulsa a abandonar su posición
y a dejarse caer ciegamente en la dirección de la presa. Si la buena suerte le
hace caer sobre algo caliente (que percibe gracias a un órgano sensible a una
temperatura determinada), eso significa que ha logrado su objetivo, el animal
de sangre caliente, y que ya no tiene necesidad más que del sentido táctil para
encontrar un sitio que esté lo más limpio posible de pelos y hundirse hasta la
cabeza en el tejido cutáneo del animal. Ahora ya puede chupar lentamente un
chorro de sangre caliente”. (Ibid., 86-87)
Sería
lícito suponer, llegados a este punto, que la garrapata ama el gusto de la
sangre o que posee al menos un sentido para percibir su sabor. Pero no es así.
Uexküll nos hace saber que los experimentos llevados a cabo en laboratorios en
los que se utilizaban membranas artificiales llenas de líquidos de todo tipo,
demuestran que la garrapata carece por completo del sentido de gusto: absorbe
ávidamente cualquier líquido que tenga la temperatura justa, es decir, los
treinta y siete grados correspondientes a la temperatura de la sangre de los
mamíferos. Sea como fuere, el banquete de sangre de la garrapata es también su
festín fúnebre, porque ya no le queda otra cosa que hacer que dejarse caer al
suelo, depositar en él los huevos y morir. El ejemplo de la garrapata
manifiesta con claridad la estructura general del ambiente que es propia de
todos los animales. En este caso particular, la Umwelt se reduce a tres únicos
portadores de significado o Merkmalträger: 1) el olor del ácido butírico
contenido en el sudor de todos los mamíferos; 2) la temperatura de treinta y
siete grados correspondiente a la de la sangre de los mamíferos; 3) la
tipología de la piel propia de los mamíferos, provista en general de pelos e
irrigada por vasos sanguíneos. Pero la garrapata está inmediatamente unida a
esos tres elementos en una relación tan intensa y apasionada como acaso no sea
posible encontrar en las relaciones que vinculan al hombre con su mundo,
muchísimo más rico en apariencia. La garrapata es esta relación y no vive más
que en ella y para ella.
Solo
en este punto Uexküll nos hace saber además que en el laboratorio de Rostock se
mantuvo con vida durante dieciocho años sin alimentación a una garrapata, es
decir, en condiciones de absoluto aislamiento con respecto a su medio. El autor
no ofrece ninguna explicación de este hecho singular, y se limita a suponer que
en este “período de espera” la garrapata se encuentra en “una especie de sueño
semejante al que nosotros experimentamos cada noche”, salvo para extraer
después la consecuencia de que “sin un sujeto viviente el tiempo no puede
existir”(Uexküll, 98). Pero ¿qué pasa con la garrapata y su mundo en este
estado de suspensión que dura dieciocho años?
¿Cómo es posible que un ser vivo,
que consiste enteramente en su relación con el medio, pueda sobrevivir cuando
se le priva absolutamente de él?
¿Y qué sentido tiene hablar de “espera” si no
hay tiempo ni mundo?
Giorgio
Agamben, “Lo abierto, el hombre y el aninal”, Ed. Pre-textos.
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