"simplemente votar por el
ganador, así como muchos se hacen partidarios del club Barcelona en el futbol,
porque así tendrán al menos la alegría semanal de vencer virtualmente en algo"
Enrique
Dussel *
Estas
reflexiones no son las de un abogado o especialista en leyes, sino de un
filósofo que considera el acto del tribunal electoral desde el punto de vista
de sus fundamentos. Uno de los miembros del tribunal nombró en su exposición a
Aristóteles, que en su Ética a Nicómaco escribió: El justo será
observante de la ley y de la equidad (tò ísos) (EN V, 1,1129 a 35). El juez, es
de esperarse, es ante todo justo, ya que de no serlo no merece ocupar esa
función. Hace más de 3 mil 700 años, en el Código de Hammurabi se estipula: He
hecho justicia con el pobre, la viuda, el huérfano, el extranjero, expresión
crítica ejemplar. El acto justo es más que un acto legal. El acto legal es el
que cumple la ley, pero la soberanía del pueblo (tema referido por el tribunal
al hacer referencia al artículo constitucional al respecto) es más que la
constitucionalidad (aunque la pese a Hans Kelsen). La soberanía del pueblo está
antes y por sobre la Constitución, porque el pueblo es el que puede convocar
desde su poder soberano a una asamblea constituyente para reformar o darse una
nueva Constitución. La soberanía es entonces anterior a la constitucionalidad
(contra los formalistas del derecho). De la misma manera, el ciudadano o juez
justo es más que el que sólo observa la ley. El acto según la ley es legal. El
acto según la justicia debe ser legal (objetivamente) y además legítimo
(subjetiva, material y realmente). Hay entonces diferencia entre la pura
legalidad formal (del leguleyo, en el lenguaje vulgar), del juez justo que
busca también la legitimidad. La diferencia la indicó, de pasada (siendo la
intervención más interesante en las horas engorrosas formalistas de las exposiciones
de los demás miembros) Constancio Carrasco, cuando mostró el dilema (así lo
llamó) entre la problemática del debido proceso y la verdad real o material
(indicó con precisión), porque aunque formalmente (según las exigencias legales
del debido proceso) a) puedan ser descartadas las pruebas, b) la acumulación
razonable de indicios (dijo el miembro del tribunal) configuran la presunción,
aunque sea hipotética, de un hecho (por ejemplo, el fraude, agrego yo) que debe
tomarse seriamente en cuenta dada la complejidad de la cuestión. Para dar
certeza pública al juicio el tribunal debería dar prioridad a la verdad
material (continuó acertadamente Carrasco). Y es tal su importancia, que de
hecho se aceptó, aun hipotéticamente, la existencia del hecho (el fraude) a ser
juzgado, que sin afirmarlo como un acontecimiento objetivo se argumentó en
contrario, indicando que los efectos de dicho supuesto acto no cambiaría
cuantitativamente el resultado (por la imposibilidad de su evaluación, pero
que, de todas maneras, el tribunal decidió que era insignificante,
contradiciéndose). Debo decir que sin tocar la esencia de la cuestión el
tribunal inauguró una doctrina ética novedosa (!): un acto, aunque injusto o
malo éticamente (el fraude), no se lo castiga, porque no se lo juzga como digno
de pena (aunque intrínsecamente sea injusto, malo éticamente) si el efecto
negativo es pequeño; es decir, en el caso del fraude pareciera (!) que no podía
llegar a superar la diferencia entre los dos candidatos. Es como si un campesino
robara un pollo (causa por la cual muchos han sufrido cárcel por años) y fuera
declarado exento de castigo (inocente formalmente), porque el dueño tiene miles
de pollos; es decir, es insignificante proporcionalmente a la riqueza de lo
robado. Si alguien roba un millón de dólares al señor Slim, como tiene 64 mil
millones procedería la misma sentencia. ¡Doctrina ética que pondría en cuestión
la historia mundial de esa disciplina!
Pero
abordando la sustancia del asunto, todos los jueces acordaron como estrategia
argumentativa elegir un camino formalista y desechar todas las pruebas por no
ser acordes con la legislación vigente del debido proceso. Es decir, en verdad
material y real no juzgaron nada, sino que nulificaron todas las pruebas de las
acusaciones y ni entraron en materia. La verdad real o material, la materia de
juicio era la gravedad de un fraude generalizado en el sistema político
mexicano –ya tradicional, por desgracia– y que habría que erradicar con un
castigo ejemplar, para que se hiciera en el futuro más difícil pensar en el
fraude para alcanzar una mayoría en cualquier elección (hasta en la de un
concejo municipal). Los jueces sólo se atuvieron a la ponderación de la
debilidad formal en la presentación de las pruebas de la existencia del hecho (el
fraude) sin considerar la situación trágica concreta del país, en el quién,
cuándo, cómo, etcétera, real del hecho, que tanto exigían . Eso se llama en el
lenguaje cotidiano escaparse por la tangente, o lavarse las manos, del conocido
Poncio Pilatos.
¿Cuál
es la diferencia entre la legalidad y la legitimidad?3 El mismo
Jürgen Habermas explica claramente la diferencia: la legitimidad se funda en la
validez. La validez se alcanza cuando en una comunidad los participantes tienen
igualdad (de derechos y posibilidades o medios) e intervienen con razones, sin
violencia, llegando a un consenso objetivo (porque es público) que se impone a
cada uno y a todos los participantes con la fuerza de la convicción subjetiva.
La ley da el marco objetivo institucional de la validez. Por ello en política
la validez ética se transforma institucionalmente en la legitimidad que indica
que se alcanza el consenso por medio de las instituciones, pero al mismo tiempo
con la convicción subjetiva de los participantes. Legal, como hemos dicho, es
meramente el cumplimiento de la ley (y puede ser sin convicción subjetiva). El
acto justo es legal y legítimo (no sólo legal). Es decir, no sólo se ha
aceptado el hecho o la verdad en disputa (no efectuar fraude para ganar una
elección), sino que cada miembro ha podido asumir ese hecho como verdadero
(real o materialmente, como decía Carrasco), dando igualdad a los oponentes y
usando medios legales y éticos (no fraudulentos, que quitan convicción
subjetiva, aun a los que los cometen). Si el participante es confundido con
artimañas formalistas (que sólo son exigencias formales del debido proceso,
pero fetichizado el formalismo del proceso legal a tal punto que no se entra a
juzgar por indicios el hecho material en cuestión, y que la población en su
mayoría admite que existió el fraude, aunque muchos lo justifican por una
cultura tradicional que viene imperando desde el porfiriato), la materia del
juicio se torna invisible, pero es más: se torna justificada, fundamentada,
porque es ahora legalmente permitida. Me explico.
El
tribunal, sin proponérselo, ha dado un paso gigantesco hacia atrás. ¡Mejor que
no hubiera habido un tal juicio! Que el fraude sea generalizado (hasta con las
cotidianas mordidas) es un hecho. Pero dar razones para justificarlo, y esto
por parte de un tribunal última instancia, es gravísimo. El tribunal en vez de
demostrar su autonomía de los otros poderes (proclamada, pero una vez más
conculcada) por medio de la decisión de aplicar un castigo ejemplar, mayor, que
sirva de antecedente jurídico y sea un hito en la historia del derecho mexicano
(como hubiera sido anular la elección y exigir su repetición, y con ello
condenar el fraude como ilícito), simplemente se lavó la mano en la cuestión,
en su verdad y materialidad, refutando todas las pruebas que intentaban
probarlo (al fraude) desde un formalismo utópico e imposible de cumplimiento en
la situación de violencia y peligro para los testimonios y pruebas en el México
actual. Con ello no podrán ser atacados los miembros del tribunal legalmente;
saben demasiado de las artimañas de la ley. Por esto Aristóteles, ya que fue
nombrado, criticaba a los sofistas (formalistas en este caso) por conocer las
reglas de la lógica para usarla con injusticia; por el contrario, el recto
filósofo ateniense exige al filósofo justo conocer la lógica para descubrir la
verdad, y no simplemente para confundir al adversario. Es decir, señores
jueces: conocer la ley para usarla en favor de la justicia, es de la mujer y
del hombre justo; y en este caso la justicia consiste en convencer
subjetivamente a los ciudadanos agraviados que no hubo tal fraude (pero en esto
ustedes nunca se ocuparon de demostrar de que no había existido objetivamente:
porque destruir las pruebas que se presentaron para demostrar que había fraude
no es lo mismo que justificar por parte de ustedes que no lo hubo, en su
materialidad de hecho), o de haberlo castigarlo ejemplarmente.
No
habiendo creado convicción subjetiva en los ciudadanos (que es objeto de la
justa retórica o no del formalismo legalista) de que no hubo fraude, muchos de
nosotros juzgamos como ilegítimo ese dictamen, aunque sea formalmente legal; y
como consecuencia también juzgamos de ilegítimo al electo.
Sin
legitimidad una democracia no tiene fuerza, es formalista. Y el elegido es
débil, porque confronta la resistencia de buena parte de la población, que lo
juzgará hasta el final de su mandato como ilegítimo. El haiga sido como haiga
sido continuará otro sexenio, uno por un fraude electrónico y por maestros
adiestrados en el fraude en la base, otro por la iniquidad de la propaganda
televisiva bajo el rótulo de noticias de gobierno, por encuestas falseadas (al
menos personalmente, hasta el último momento, me llenaban de tristeza al ver en
la televisión, en Milenio, por ejemplo, los resultados, y que en muchos
con menor convicción les llevó a no votar, ¡total la cosa está decidida! dijo
el señor Fox, o simplemente votar por el ganador, así como muchos se hacen
partidarios del club Barcelona en el futbol, porque así tendrán al menos la
alegría semanal de vencer virtualmente en algo), o simplemente por variadas
maneras de fraude por compra de votos. Helmut Köhl, primer ministro de Alemania
durante 14 años, desapareció de la política para siempre por haber recibido
cientos de miles de marcos para la Democracia Cristiana de un donante ilegal al
que él no delató. Aquí se hablan de hecho miles de veces de mayor cuantía y los
responsables ni han sido despeinados. Para instaurar una cultura del no-fraude,
para instaurar una democracia con la limpieza electoral (que impera ya en la
mayor parte de América Latina, con excepciones menores), hubiera sido un acto
ejemplar la anulación de la elección y la necesidad de su repetición. En el
futuro el riesgo del fraude hubiera sido tan grande que se pensaría dos veces
en repetir esa acción fraudulenta, y el Poder Judicial habría procedido como
maestro de legalidad y legitimidad, para instaurar en las costumbres un
inexistente estado de derecho. Por desgracia, ha sido maestro de la cultura
fraudulenta y ha justificado y por ello permitido, por su no condenación y no
castigo (que estaba en sus manos material para imponer una pena todavía no
explícita en la ley), el poder hacerlo. Es un juicio legal formalista e
ilegítimo desde el punto de vista de la verdad material o real del hecho a ser
juzgado: la existencia del fraude y la necesidad de extinguirlo definitivamente
en la débil democracia mexicana. ¿Y el candidato electo? Corre la misma suerte:
es legal formalistamente e ilegítimo, ante las conciencias ético-políticas de
aquellos ciudadanos que se sienten agraviados en sus derechos y que no les han
sido dados argumentos suficientes y probatorios de que no hubo fraude.
¡Paciencia
activa, conciudadanos! ¡Que la virtud de la Esperanza (tan estudiada por Ernst Bloch)
nos motive apasionadamente a continuar en la senda de acciones conducentes a
una mayor justicia! La historia dura siglos y un sexenio es un instante… claro
que no para el que sufre, tiene hambre, sed, está desnudo y sin casa. Por todos
ellos habrá que continuar la lucha con convicción insobornable.
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