22 de mayo de 2014 a la(s) 13:50
Fábrica de malandros
Juan Preciado.
La señora D. es una mujer conocida en su comunidad por la ayuda
desinteresada y eficaz que presta a quién lo solicita. Profesionista, tiene
contactos con los cuales ayuda a quién esté necesitado de auxilio. También es
buena dando consejos y consuelo a quién ya no puede ayudar de otra manera.
La madrugada del domingo despierta con sobresalto al recibir una llamada. A
esa hora y en este país, sólo se pueden esperar malas noticias. Una voz
desesperada lo confirma “¡D., mataron a mis dos hijas, ayúdame!”. Cuelga el
teléfono y se dirige a la dirección que le ha proporcionado su amiga, madre de
dos niñas dadas por muertas en un hospital de la ciudad. Para llegar al
hospital hay que vencer no la distancia, sino el miedo. Construido con dinero
privado, se presume no limpio, el hospital recibe todas las emergencias de la
ciudad, principalmente si se trata de heridos de bala, para que, en caso de ser
necesario, se borre toda huella y no quede registro del incidente o de la
persona o de ambos. La señora D. tiene miedo, pero es madre de familia.
Lamentablemente para ella, afortunadamente para sus conocidos, no es la primera
vez que presencia una desgracia ni la primera vez que ofrece ayuda a como dé lugar.
La recibe un doctor que la conoce bien. La lleva a donde puedan hablar sin
peligros a escuchas: “Llegaron en la madrugada, una llegó muerta, la otra no
podrá salvarse, pero tienes que sacarlas de aquí. A la muchacha herida,
llévatela a un hospital del seguro social, debes sacarla cuanto antes”. La
señora D. llama por teléfono y consigue dos vehículos para trasladar a las
niñas, una carroza fúnebre de la única agencia que se atrevió a ir a esas horas
y a ese hospital para trasladar el cuerpo de la niña muerta; una ambulancia del
IMSS para recoger a la niña moribunda. La madre de las menores recuerda que su
hija –la que aún está viva- le pidió que, en caso de morir, donara sus órganos.
La madre lo informa a la señora D. y ésta informa a la red de posibles receptores
de órganos. Cuando la niña llega –muerta-, ya la esperan todos aquellos que
llevarán a diversos hospitales de la República los órganos de la infortunada
niña.
Hay una niña sobreviviente. El mismo doctor con ayuda de la señora D. la
sacan del hospital –antes de que asesinos a sueldo lleguen a matarla - para
después mudarla a un estado de la república donde, sin estar a salvo, pueda
estar lejos de los causantes de la desgracia.
¿Qué fue lo que pasó? La señora D. reconstruye la historia con los testimonios
de la madre y la chica sobreviviente.
A las 10 de la noche, una de las hermanas solicita a su madre permiso para
ir a casa de la tía del novio –vecino de toda la vida- para festejar su
cumpleaños cenando. Las visitas del muchacho son frecuentes, pero nunca han
salido juntos a la calle. Ese día, la madre, que conoce a la tía del muchacho,
da su consentimiento, “pero te llevas a tu hermana y regresas a las 11:00 PM”.
Pasadas las 11 de la noche, la madre de las chicas comienza a llamar las por teléfono
sin recibir respuesta. Llega corriendo a casa de la cumpleañera, para enterarse
de que sí hubo festejo, pero eso fue a la hora de la comida. Del sobrino no
sabe nada desde hace pocos días. De noche se mudaron y dejaron vacía la casa.
Horas después recibirá la noticia: sus hijas están muertas en el hospital
privado.
La chica sobreviviente era amiga de las dos muchachas. Al momento en que
las hermanas suben a la camioneta la cual supuestamente las llevará a cenar, la
chica se acerca, saluda, pregunta dónde van y decide unirse al grupo. Mala
suerte-buena suerte, gracias a ella, conocemos los hechos.
Las niñas viajan en la parte trasera de una camioneta. Los hombres consumen
droga mientras manejan a toda velocidad y se dirigen, no a la casa de la tía,
sino al otro lado de la ciudad. Comienzan a discutir entre ellos. “Querían un
paquete, ¿ahora qué hacemos con los otros dos?”. Una de las chicas comienza a
sospechar de qué va la cosa y convence a las otras dos de abandonar el
vehículo, no importa si hay que arrojarse mientras éste viaja a alta velocidad.
Quién maneja observa que las chicas intentan abrir las puertas traseras del
vehículo y voltea para golpearlas; este movimiento más el exceso de velocidad
más la droga hacen que pierda el control del vehículo, derrape y todos salgan
volando. Las hermanas, sin cinturón de seguridad, salen disparadas por las
ventanas del vehículo. La tercera chica, malherida, escucha a los delincuentes
llamar por teléfono: “Tuvimos un accidente, vengan a limpiar todo”. La chica se
finge desmayada y observa llegar a civiles, policías y militares empeñados en
borrar todo rastro, mientras la trasladan junto con las hermanas al hospital.
Lo demás ya lo sabemos.
Se agradece que aún existan personas dispuesta a auxiliar a las víctimas,
sabiendo de antemano que sólo por prestar ayuda arriesgan la propia vida.
Desgraciadamente son los menos, hay mucho más gente dispuesta a hacer daño.
Esta historia –horriblemente cierta- puede ocurrir en cualquier municipio o
ciudad de este torturado país. Asusta pensar, ¿qué ha inoculado el sistema en
las personas, que con tanta facilidad pasan a engrosar la nómina de la
delincuencia organizada? ¿Corrupción e impunidad cómo modelo a seguir? Qué debe
tener o no tener dentro de la cabeza alguien que, de la noche a la mañana, está
dispuesto a traicionar a familiares y amigos con tal de ganarse unos miserables
pesos que, de ningún modo, pueden valer más que las desgracias provocadas. ¿Es
solo codicia o existe algo más? No basta seguir el rastro del dinero, no basta
esgrimir pobreza y carencias como causa. Cuando encontremos la respuesta a ese “algo
más”, podremos comenzar a plantear la solución.
Antes no. Y mientras tanto, así nos va.
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