lunes, 26 de mayo de 2014

Llegaron las lluvias

Juan Preciado

Cada que llega la temporada de lluvias, al unísono comienzan las declaraciones que aseguran: las inundaciones en la ciudad son resultado, no de las deficiencias en el sistema del alcantarillado, ni de la basura que tapa las -de por sí insuficientes- coladeras, sino a las lluvias atípicas que suceden, ¡oh paradoja!… cada año.

Si pensamos que alguien que no sabe diferenciar típico y atípico es el responsable del sistema de aguas de la ciudad,  comenzamos a entender la raíz del problema. Toda el agua que llega en la temporada es enviada directamente al desagüe; se entubaron los ríos que llegaban a la ciudad con el objeto, no de aprovechar el agua, si no para vaciar ahí los desechos de la ciudad. Terrible y equívoca solución. El resultado de entubar es que, en temporada de lluvias, la ciudad se inunda con aguas negras, mientras el agua potable escasea el resto del año.

El acceso al agua potable nos muestra la desigualdad social que prevalece en tan progresista ciudad. Agua turbia, llena de residuos, que no sirve para consumo humano, ni siquiera para lavar ropa al oriente de la ciudad; abundante agua, cristalina, para regar parques y jardines o dejarla correr en constantes fugas, al poniente de la ciudad, en las zonas de mayor poder adquisitivo. Y sólo por casualidad, las inundaciones siempre suceden al oriente, hacia donde se dirigen los desechos de la inmensa capital.

Por el rumbo de Santa Fe llegan a la capital del país el río Becerra y el río Tacubaya. El río Becerra llega con agua de aceptable calidad que se contamina de desechos antes de ser entubada. Una vez entubada, tiene que cruzar toda la ciudad para salir por el túnel emisor oriente, con la cauda de desechos que se agreguen en su recorrido. Algo absurdo. Las únicas plantas de tratamiento de agua en la ciudad, se encuentra dentro de los inmensos “desarrollos de lujo” de uso mixto que por doquier se construyen en la atiborrada ciudad de México.

Por la zona de San Bartolo Ameyalco, al sur de la ciudad, llegan el río Magdalena y el río Eslava. Zona de grandes contrastes socioeconómicos, presenta el modelo a seguir por la administración local en lo que se refiere a justicia social. Para los menos favorecidos, escasez de agua; en la misma zona, fraccionamientos de lujo se benefician de la llegada de ambos ríos para, entre otras cosas, poder llenar las albercas. Cualquier otra cosa que se diga respecto al actual enfrentamiento entre las “autoridades” y los pobladores de San Bartolo Ameyalco, es, como siempre, un embuste. Paréntesis: Padeciendo  a nuestras “autoridades”, es de risa saber que, autoridad proviene de “auctoritas” una palabra que, entre otras cosas, designaba una realidad creadora, así como progreso; habrá que buscarles otro nombre.

El problema del agua de la ciudad de México es una bomba de tiempo con muchos billetes de por medio. Si la solución de la administración local tiende hacia la tramposa e inútil privatización, se perderá muchísimo dinero, muchísima agua y será mejor pensar en irse a vivir a otro lado. ¿Por qué privatizar la solución a un problema que está al alcance del gobierno de la ciudad resolver? ¿Por qué buscar la solución donde no la hay, inventando excusas como la falta de dinero para justificar la búsqueda de inversión privada? Para encontrar respuesta a un problema que suponemos irresoluble o para encontrar lógica a la absurda solución propuesta, Sherlock Holmes, el personaje inventado por Arthur Conan Doyle nos da la pista: Follow the Money.

Y entonces caemos en cuenta de lo obvio: detrás de la intentona de encargar a particulares lo que es responsabilidad del gobierno, hay mucho dinero en juego. Y lo anterior es válido, tanto para el sistema de aguas de la ciudad de México, como para la CFE o la anunciada inversión extranjera en PEMEX. Sabemos que abrir cualquier responsabilidad del gobierno local y federal a la inversión privada, significa cobrar elevadas comisiones por concesionar el gran negocio a los amigotes; lo de siempre, negocio redondo para unos cuantos.

La venta de agua embotellada a un elevado precio, es el inicio de la privatización.



jueves, 22 de mayo de 2014

22 de mayo de 2014 a la(s) 13:50

Fábrica de malandros
 



Juan Preciado.

La señora D. es una mujer conocida en su comunidad por la ayuda desinteresada y eficaz que presta a quién lo solicita. Profesionista, tiene contactos con los cuales ayuda a quién esté necesitado de auxilio. También es buena dando consejos y consuelo a quién ya no puede ayudar de otra manera.

La madrugada del domingo despierta con sobresalto al recibir una llamada. A esa hora y en este país, sólo se pueden esperar malas noticias. Una voz desesperada lo confirma “¡D., mataron a mis dos hijas, ayúdame!”. Cuelga el teléfono y se dirige a la dirección que le ha proporcionado su amiga, madre de dos niñas dadas por muertas en un hospital de la ciudad. Para llegar al hospital hay que vencer no la distancia, sino el miedo. Construido con dinero privado, se presume no limpio, el hospital recibe todas las emergencias de la ciudad, principalmente si se trata de heridos de bala, para que, en caso de ser necesario, se borre toda huella y no quede registro del incidente o de la persona o de ambos. La señora D. tiene miedo, pero es madre de familia. Lamentablemente para ella, afortunadamente para sus conocidos, no es la primera vez que presencia una desgracia ni la primera vez que ofrece ayuda a como dé lugar. La recibe un doctor que la conoce bien. La lleva a donde puedan hablar sin peligros a escuchas: “Llegaron en la madrugada, una llegó muerta, la otra no podrá salvarse, pero tienes que sacarlas de aquí. A la muchacha herida, llévatela a un hospital del seguro social, debes sacarla cuanto antes”. La señora D. llama por teléfono y consigue dos vehículos para trasladar a las niñas, una carroza fúnebre de la única agencia que se atrevió a ir a esas horas y a ese hospital para trasladar el cuerpo de la niña muerta; una ambulancia del IMSS para recoger a la niña moribunda. La madre de las menores recuerda que su hija –la que aún está viva- le pidió que, en caso de morir, donara sus órganos. La madre lo informa a la señora D. y ésta informa a la red de posibles receptores de órganos. Cuando la niña llega –muerta-, ya la esperan todos aquellos que llevarán a diversos hospitales de la República los órganos de la infortunada niña.

Hay una niña sobreviviente. El mismo doctor con ayuda de la señora D. la sacan del hospital –antes de que asesinos a sueldo lleguen a matarla - para después mudarla a un estado de la república donde, sin estar a salvo, pueda estar lejos de los causantes de la desgracia.

¿Qué fue lo que pasó? La señora D. reconstruye la historia con los testimonios de la madre y la chica sobreviviente.

A las 10 de la noche, una de las hermanas solicita a su madre permiso para ir a casa de la tía del novio –vecino de toda la vida- para festejar su cumpleaños cenando. Las visitas del muchacho son frecuentes, pero nunca han salido juntos a la calle. Ese día, la madre, que conoce a la tía del muchacho, da su consentimiento, “pero te llevas a tu hermana y regresas a las 11:00 PM”. Pasadas las 11 de la noche, la madre de las chicas comienza a llamar las por teléfono sin recibir respuesta. Llega corriendo a casa de la cumpleañera, para enterarse de que sí hubo festejo, pero eso fue a la hora de la comida. Del sobrino no sabe nada desde hace pocos días. De noche se mudaron y dejaron vacía la casa. Horas después recibirá la noticia: sus hijas están muertas en el hospital privado.

La chica sobreviviente era amiga de las dos muchachas. Al momento en que las hermanas suben a la camioneta la cual supuestamente las llevará a cenar, la chica se acerca, saluda, pregunta dónde van y decide unirse al grupo. Mala suerte-buena suerte, gracias a ella, conocemos los hechos.

Las niñas viajan en la parte trasera de una camioneta. Los hombres consumen droga mientras manejan a toda velocidad y se dirigen, no a la casa de la tía, sino al otro lado de la ciudad. Comienzan a discutir entre ellos. “Querían un paquete, ¿ahora qué hacemos con los otros dos?”. Una de las chicas comienza a sospechar de qué va la cosa y convence a las otras dos de abandonar el vehículo, no importa si hay que arrojarse mientras éste viaja a alta velocidad. Quién maneja observa que las chicas intentan abrir las puertas traseras del vehículo y voltea para golpearlas; este movimiento más el exceso de velocidad más la droga hacen que pierda el control del vehículo, derrape y todos salgan volando. Las hermanas, sin cinturón de seguridad, salen disparadas por las ventanas del vehículo. La tercera chica, malherida, escucha a los delincuentes llamar por teléfono: “Tuvimos un accidente, vengan a limpiar todo”. La chica se finge desmayada y observa llegar a civiles, policías y militares empeñados en borrar todo rastro, mientras la trasladan junto con las hermanas al hospital. Lo demás ya lo sabemos.

Se agradece que aún existan personas dispuesta a auxiliar a las víctimas, sabiendo de antemano que sólo por prestar ayuda arriesgan la propia vida. Desgraciadamente son los menos, hay mucho más gente dispuesta a hacer daño. Esta historia –horriblemente cierta- puede ocurrir en cualquier municipio o ciudad de este torturado país. Asusta pensar, ¿qué ha inoculado el sistema en las personas, que con tanta facilidad pasan a engrosar la nómina de la delincuencia organizada? ¿Corrupción e impunidad cómo modelo a seguir? Qué debe tener o no tener dentro de la cabeza alguien que, de la noche a la mañana, está dispuesto a traicionar a familiares y amigos con tal de ganarse unos miserables pesos que, de ningún modo, pueden valer más que las desgracias provocadas. ¿Es solo codicia o existe algo más? No basta seguir el rastro del dinero, no basta esgrimir pobreza y carencias como causa. Cuando encontremos la respuesta a ese “algo más”, podremos comenzar a plantear la solución.


Antes no. Y mientras tanto, así nos va.