viernes, 4 de mayo de 2012



Las vicisitudes de Arístides nos demuestran que la honestidad en política no encuentra siempre su recompensa. 


Era el hombre hacia el cual todo el público volvió la mirada cuando una noche, en el teatro, un actor declamó ciertos versos de Esquilo que decían: «Él no pretende parecer justo, sino serlo. Y de su ánimo no germinan, como trigo de fértil gleba, más que sabiduría y mesura». 


Era el hombre que no sólo había cedido su turno de mando a Milcíades, sino que después de la batalla -de Maratón-, habiendo recibido en custodia las tiendas del enemigo, dentro de las cuales se acumulaban cuantiosas riquezas, las había entregado intactas al Gobierno; cosa que también en aquéllos tiempos, como se ve, causaba gran impresión. Su rectitud era tan universalmente reconocida que, cuando Atenas y sus aliados convinieron en formar una liga e instituir un fondo común en Delos, fue él, por votación unánime, designado para administrarlo. No nos maravilla, porque había sido amigo y discípulo de Clístenes. Y había pasado la juventud combatiendo, en nombre del orden democrático, la corrupción política y las malversaciones de sus funcionarios. 


Desgraciadamente, son cualidades que la gente admira, pero no ama. 


Así, cuando Temístocles –su adversario político- solicitó con escasa caballerosidad el ostracismo para Arístides, se obtuvieron de inmediato los 3 mil votos. 


Los motivos de esta desdichada medida los expresó con claridad un pobre rústico analfabeto, que el día de la votación, se dirigió a Arístides sin saber quién era éste, para rogarle que inscribiese en la pizarra su aprobación a la propuesta de Temístocles.- «¿Por qué quieres mandar al exilio a Arístides? ¿Te ha hecho algo?», preguntó Arístides. «No me ha hecho nada respondió el otro—, pero no puedo aguantar más oírle llamar “el Justo”. ¡Me ha roto los cascos con su justicia!» 


Arístides sonrióse de tanto rencor, típico de la mediocridad contra lo sobresaliente, e inscribió el voto de aquel hombre contra él. Y tras haber oído el veredicto condenatorio, dijo sencillamente: «Espero, atenienses, que no volváis a tener ocasión de acordaros de mí.»

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