Malas
palabras
Juan
Preciado
Una
palabra que no empuje a la acción es una mala palabra, decía Chesterton a
principios del siglo XX. Para los chinos de hace dos mil años, la “perversión
semántica” se traslada al plano social provocando desorden y anarquía. En el
México antiguo, la sabiduría del emperador transformada en palabra –y por tanto
en acción- era su principal atributo, Huey Tlatoani, “Gran señor de la palabra”.
Si la
realidad se ajusta al uso de las palabras, la estulticia, los yerros
conceptuales y semánticos del discurso oficial lo evidencian y explican la
barbarie y la irracionalidad en la que vivimos.
Quien
piensa feo, habla feo, quien piensa dislates, habla sinsentidos. La pobreza
ideológica se manifiesta en un lenguaje disminuido, empobrecido, irrespetado.
La
falta de resultados en el plano militar y sus desagradables consecuencias, dotaron
al país de un himno nacional que exalta imaginarias hazañas bélicas a manera de
compensación anímica colectiva.
A
falta de algo mejor, la historia generalmente triste de nuestro país se adereza
con frases célebres llenas de significado. Se inaugura con aquella que hacia
alarde de entereza, resignación y desprecio hacia sus verdugos y su quejoso
compañero de tormento: “¿Acaso estoy yo en un baño o un deleite?”. Siglos
después, algún acomplejado pondría en boca del último emperador azteca la
absurda frase “¿Acaso estoy en un lecho de rosas?” y así fue impresa en los
libros de texto.
Podemos
destacar las palabras que dirige Cuitláhuac a Moctezuma II, cuando éste lo hace
llamar para informar su decisión de recibir pacíficamente a los barbados
saqueadores: “Ruega a nuestros dioses no metas en tu casa a quien te eche de
ella arrebatándote el trono”. Palabras certeras y de plena vigencia. Su
inclusión en la historia “oficial” seguramente podría revertir cierta
propensión a la genuflexión que padece la clase política y la “res publica” a
todo aquello que consideran superior simplemente por ser importado.
Las
guerras trastocan todo orden establecido y desfiguran el rostro de sus actores
evidenciando taras y vicios. No podemos asegurar que el llamado “padre de la
patria” invitara a matar gachupines, pero si sabemos que el ciervo de la nación se ufanaba de no
matar criaturas inocentes, “sino gachupines de inaudita malicia”.
“Si hubiera parque, no estaría usted aquí”,
evidencia con dignidad y valor una hacienda pública quebrada, un desperfecto
que prevalece. Si hay quienes insisten en despojar al “benemérito de las
américas” la autoría de su famosísima frase, al menos se puede argumentar que
bien conocía al filósofo Alemán, cosa que no sucede en la actualidad con ningún
bien pagado servidor público.
¿Podemos
homologar hombres y palabras? Si hacemos caso a sus dichos, los hombres de
antes valían mucho más que ahora. Si utilizamos como parámetro aquello que se
atreven a declarar en público los actores políticos actuales, la realidad del
país se encuentra en un deterioro que se antoja desastroso e irreversible. Las
exclamaciones “lavadora de dos patas”, “Y yo por qué”, “Haiga sido
como haiga sido”, “No soy la señora de la casa”, “ler”, “resolvido”, “volvido”
no necesitan explicación, necesitan un remedio que probablemente nunca llegue;
quienes debieran llamarlos a rendir cuentas, piensan y hablan peor que ellos.
Y
así nos va.
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