miércoles, 14 de febrero de 2018

Malas palabras

Juan Preciado

Una palabra que no empuje a la acción es una mala palabra, decía Chesterton a principios del siglo XX. Para los chinos de hace dos mil años, la “perversión semántica” se traslada al plano social provocando desorden y anarquía. En el México antiguo, la sabiduría del emperador transformada en palabra –y por tanto en acción- era su principal atributo, Huey Tlatoani, “Gran señor de la palabra”.
Si la realidad se ajusta al uso de las palabras, la estulticia, los yerros conceptuales y semánticos del discurso oficial lo evidencian y explican la barbarie y la irracionalidad en la que vivimos.
Quien piensa feo, habla feo, quien piensa dislates, habla sinsentidos. La pobreza ideológica se manifiesta en un lenguaje disminuido, empobrecido, irrespetado.

La falta de resultados en el plano militar y sus desagradables consecuencias, dotaron al país de un himno nacional que exalta imaginarias hazañas bélicas a manera de compensación anímica colectiva.

A falta de algo mejor, la historia generalmente triste de nuestro país se adereza con frases célebres llenas de significado. Se inaugura con aquella que hacia alarde de entereza, resignación y desprecio hacia sus verdugos y su quejoso compañero de tormento: “¿Acaso estoy yo en un baño o un deleite?”. Siglos después, algún acomplejado pondría en boca del último emperador azteca la absurda frase “¿Acaso estoy en un lecho de rosas?” y así fue impresa en los libros de texto.

Podemos destacar las palabras que dirige Cuitláhuac a Moctezuma II, cuando éste lo hace llamar para informar su decisión de recibir pacíficamente a los barbados saqueadores: “Ruega a nuestros dioses no metas en tu casa a quien te eche de ella arrebatándote el trono”. Palabras certeras y de plena vigencia. Su inclusión en la historia “oficial” seguramente podría revertir cierta propensión a la genuflexión que padece la clase política y la “res publica” a todo aquello que consideran superior simplemente por ser importado.

Las guerras trastocan todo orden establecido y desfiguran el rostro de sus actores evidenciando taras y vicios. No podemos asegurar que el llamado “padre de la patria” invitara a matar gachupines, pero si sabemos  que el ciervo de la nación se ufanaba de no matar criaturas inocentes, “sino gachupines de inaudita malicia”.

 “Si hubiera parque, no estaría usted aquí”, evidencia con dignidad y valor una hacienda pública quebrada, un desperfecto que prevalece. Si hay quienes insisten en despojar al “benemérito de las américas” la autoría de su famosísima frase, al menos se puede argumentar que bien conocía al filósofo Alemán, cosa que no sucede en la actualidad con ningún bien pagado servidor público.

¿Podemos homologar hombres y palabras? Si hacemos caso a sus dichos, los hombres de antes valían mucho más que ahora. Si utilizamos como parámetro aquello que se atreven a declarar en público los actores políticos actuales, la realidad del país se encuentra en un deterioro que se antoja desastroso e irreversible. Las exclamaciones “lavadora de dos patas”, “Y yo por qué”, “Haiga sido como haiga sido”, “No soy la señora de la casa”, “ler”, “resolvido”, “volvido” no necesitan explicación, necesitan un remedio que probablemente nunca llegue; quienes debieran llamarlos a rendir cuentas, piensan y hablan peor que ellos.

Y así nos va.