jueves, 27 de septiembre de 2012

A los pobres, ¡matémoslos a palos!



Me había recluido durante quince días en mi habitación, rodeándome de los libros entonces de moda (hará dieciséis o diecisiete años); es decir, de los libros en los que se trata del arte de hacer a los pueblos felices, buenos y ricos, en veinticuatro horas. Había, por lo tanto, digerido -es decir, tragado- todas las reflexiones de todos aquellos empresarios de la felicidad pública -de aquellos que aconsejan a todos los pobres que se hagan esclavos y de aquellos que los persuaden de que son todos reyes destronados. No resultará sorprendente que estuviese entonces en un estado de espíritu próximo al vértigo o a la estupidez.
Tan sólo me había parecido que, recluido en el fondo de mi intelecto, sentía el oscuro germen de una idea superior a todas las fórmulas caseras, cuyo diccionario había recorrido no hacía mucho. Pero tan sólo era la idea de una idea. Algo infinitamente vago.
Y salí con una enorme sed, pues el gusto apasionado por las malas lecturas engendra una necesidad proporcional de aire libre y de refrescos.
Conforme entraba en una taberna, un mendigo me tendió su sombrero, con una de esas miradas inolvidables que derribarían los tronos si el espíritu removiese la materia y si el ojo de un magnetizador hiciese madurar las uvas.
Al mismo tiempo oí una voz que me susurraba al oído, una voz que reconocí con toda claridad; era la de un Ángel bueno, o la de un Demonio, que me acompaña por doquier. Puesto que Sócrates tenía un Demonio bueno, ¿por qué no tendría yo un buen Ángel y por qué no habría de tener, como Sócrates, el honor de obtener mi certificado de locura, firmado por el sutil Lélut y por el avispado Baillarger?
Entre el Demonio de Sócrates y el mío existe la diferencia de que aquél sólo se le manifestaba para prohibir, advertir e impedir, mientras que el mío se digna aconsejar, sugerir y persuadir. El pobre Sócrates sólo tenía un Demonio censor; el mío es un gran afirmador, un Demonio de acción o un Demonio de combate.
Pues bien, su voz me susurraba esto: “Sólo es el igual de otro quien lo demuestra, y sólo es digno de libertad el que sabe conquistarla.”
Inmediatamente salté sobre mi mendigo. De un solo puñetazo le hinché un ojo, que, en un segundo, se infló como una pelota. Me partí una uña al romperle dos dientes, y como no me sentía con fuerza suficiente, al haber nacido delicado y al haberme ejercitado poco en el boxeo, para apalear rápidamente a aquel anciano, lo tomé con una mano por la solapa del traje, y con la otra le agarré el pescuezo, golpeándole fuertemente la cabeza contra una pared. Debo confesar que, previamente, había inspeccionado de una ojeada los alrededores y comprobado que, en aquel desierto suburbio, me encontraba por tiempo suficiente fuera del alcance de la policía.
Finalmente, como hubiese derribado a aquel débil sexagenario de una patada lo suficientemente fuerte para romperle los omóplatos, tomé una gruesa rama de árbol que andaba por tierra y lo golpeé con la obstinada energía de los cocineros que quieren ablandar un churrasco.
De pronto -¡oh milagro, oh placer del filósofo que verifica la excelencia de su teoría!- vi cómo aquella vieja carcasa se volvía, se ponía de pie con una energía que nunca hubiera podido sospechar en una máquina tan singularmente desvencijada, y con una mirada de odio que me pareció augurar algo bueno, el decrépito vagabundo se arrojó sobre mí, me hinchó los dos ojos, me rompió cuatro dientes y, con la misma rama, me sacudió leña en abundancia. Así pues, con mi enérgica medicina le había devuelto el orgullo y la vida.
Le hice entonces enérgicos signos para que comprendiese que consideraba terminada la discusión y, levantándome con la satisfacción de un sofista del Pórtico, le dije: “Señor, ¡es usted mi igual! ¿Quiere hacerme el honor de compartir mi bolsa?; y si es usted realmente filántropo, recuerde que es preciso aplicar a todos sus colegas, cuando le pidan limosna, la teoría que he tenido el dolor de ensayar sobre su espalda.”

Me juró claramente que había comprendido mi teoría y que obedecería mis consejos.
Charles Baudelaire, “El spleen de París”, FCE.

No hay comentarios:

Publicar un comentario