lunes, 26 de septiembre de 2011

En Jerusalén, plegarias y resignación


“Mientras el soldado seguía acosando a la anciana y pateando las cajas de cartón, una hilera de turistas procedente de la Vía Dolorosa subió serpenteando por el callejón. La mujer pegaba de alaridos y los turistas –de cabello rubio y ojos azules, que hablaban en alemán– se dieron cuenta de lo que ocurría. Sus ojos se volvieron hacia donde la anciana gritaba y el soldado seguía pateando las cajas, pero no movieron la cabeza. Siguieron con la cara al frente, como si la escena fuera parte normal de la vida en Jerusalén”
Robert Fisk

Allí estaba yo, en la Vía Dolorosa, por supuesto, conversando con un señor de edad mediana en playera, con apenas un asomo de barba y una alfombrilla para la oración bajo el brazo izquierdo. Le pregunté, como era de rigor, qué pensaba del discurso de Obama. Sonrió con sorna, como si adivinara que yo sabía lo que iba a decir. ¿Qué esperaba usted?, dijo. Correcto. Después de todo, Haaretz ya se había referido esta semana al presidente Barack Netanyahu, mientras el racista ministro israelí del exterior comentó que él habría firmado el discurso con las dos manos. Tal vez, reflexioné en Jerusalén este viernes, Obama en realidad busca ser relecto... al Knesset israelí.
Pero qué impactante fue este día en las calles de Jerusalén la sensación de resignación, de fatigada aceptación. Los periódicos israelíes habían advertido sobre actos de violencia, pero las multitudes que llegaron a Al Aqsa para la oración matutina sencillamente tendieron sus esterillas en la avenida, fuera de la Puerta de Damasco, o en las calles de atrás de la mezquita, y apenas si mostraron interés en hablar de Obama. Tal vez el veto de Estados Unidos en la ONU incite su pasión, pero tengo mis dudas.

Es un poco como la secuela de las fotografías de torturas en Abu Ghraib, cuando los estadunidenses restringieron el número de fotos que se podían publicar por temor de que enfurecieran a los iraquíes. Pero yo estuve en Bagdad ese día y nadie expresó particular indignación. ¿Qué esperaba yo? A final de cuentas, los iraquíes ya sabían todo sobre Abu Ghraib... ellos eran a quienes torturaban allí. Lo mismo pasó en Jerusalén este viernes. Los palestinos han observado a Washington aceptar sin críticas la ocupación israelí a lo largo de 44 años: la más larga en el planeta. Ya saben todo al respecto. Sólo los occidentales nos horrorizamos de las imágenes de tortura y de la hipocresía de Obama.

Los palestinos incluso aceptaron la regla israelí sobre la oración matutina. Ninguna persona menor de 50 años sería admitida para la plegaria en la explanada de Al Aqsa. Por eso los que no pudieron entrar extendieron sus tapetes en el pavimento o la grava de afuera, lo cual de hecho agrandó la explanada prohibida sobre calles y aceras. Hasta los guardias fronterizos y policías israelíes lo tomaron como rutina. Había, digamos, una atmósfera de normalidad, algún grito de un joven en la barricada de la avenida principal, muchos israelíes encogiéndose de hombros. Hasta unos caballos de la policía, bellamente arreglados, observaban con cansancio en sus grandes ojos.

En la barrera de hierro, el capitán de la policía no se molestó en pedir mi pase de prensa; sólo asintió con la cabeza e hizo a un lado la barrera. Los camarógrafos de la televisión filmaban obedientes a los israelíes con sus rifles de asalto y sus cachiporras. Y, como soy un creyente en las Verdades del Departamento del Interior, tengo que agregar que en otras naciones de Medio Oriente sería dudoso que los policías armados se mantuvieran tan indiferentes a las cámaras. Inútil es decir que los más agresivos de los colonos israelíes en Cisjordania no están tan ansiosos de que los filmen; por eso se cubren el rostro cuando atacan a los palestinos. Y pintar Mahoma es un cerdo en hebreo en la pared de la mezquita de Qusra, a 50 kilómetros de Nablus, no iba a servir para mejorar las relaciones entre árabes e israelíes. Los palestinos cubrieron es un cerdo con pintura, pero naturalmente dejaron intacto el nombre del profeta. Se pueden ver cosas parecidas en la colonia judía en Hebrón.

Pero también eso ha adquirido su propia normalidad, como el macizo muro israelí que domina el panorama arriba de Jerusalén: terrible y odiada cicatriz en la política del lugar, que debería herir los ojos de cada palestino o israelí que la mira. Extrañamente, los occidentales hemos dejado de hablar de él; tal vez por eso nos gusta llamarlo barrera de seguridad en vez de muro, un problema que deben resolver –para citar a Obama– las propias partes involucradas. Y este viernes hubo un pequeño incidente que ilustra bien lo que eso significa.

Había terminado la oración en la mezquita de Al Aqsa; la policía se disponía a marcharse y los tenderos reabrían sus puestos cuando una anciana palestina vestida de negro bajó cojeando algunos escalones con dos grandes cajas de cartón vacías. Eran las patas de una mesa en la que comenzó a poner ropa barata de niño y zapatos de plástico decorados con estrellas.

Un soldado le dijo que pusiera sus cajas un metro más allá. No había razón; tal vez estaba aburrido o tenía ganas de divertirse. Pero entonces la anciana se puso a gritar en árabe: todo ha terminado. Supongo que quiso decir que había terminado para los palestinos, o quizá para los israelíes, pero el soldado se echó a reír y repitió sus palabras en árabe. Sí, todo ha terminado, dijo; tal vez hablaba de la oración matutina.

Mientras el soldado seguía acosando a la anciana y pateando las cajas de cartón, una hilera de turistas procedente de la Vía Dolorosa subió serpenteando por el callejón. La mujer pegaba de alaridos y los turistas –de cabello rubio y ojos azules, que hablaban en alemán– se dieron cuenta de lo que ocurría.

Sus ojos se volvieron hacia donde la anciana gritaba y el soldado seguía pateando las cajas, pero no movieron la cabeza. Siguieron con la cara al frente, como si la escena fuera parte normal de la vida en Jerusalén. Estaba claro que no iban a intervenir; sólo se pasaron al otro lado.

© The Independent

viernes, 23 de septiembre de 2011

Palestinos: ¿otro septiembre aciago?


No está mal. Hay que ser israelí para calificar de terrorista la no violencia. Tiene que resultar embarazosa la eficacia de una no violencia que tiende a suscitar apoyos, comprensión, la complicidad de todos aquellos que en el mundo son adversarios de la opresión.


Robert Fisk

Ramalá. Acababa yo de visitar la tumba del viejo guerrero cuando, a menos de 50 metros de la plaza Manara, donde los leones de concreto de Ramalá están posados con las fauces abiertas de aburrimiento, apareció Yasser Arafat en persona. Caminando, vivo, respirando: el rostro de Arafat –lo más parecido posible, menos la horrible barba rala–, su chaqueta verde de batalla, el famoso pañuelo keffiye doblado para semejar el mapa de la Palestina original sobre la cabeza y el hombro derecho.

Venía seguido por multitud de niños que agitaban banderas, en una semejanza casi perfecta con el que reposa en la tumba: un Arafat de fantasía para un Estado de fantasía. “Solía vagar ataviado así después de que murió Abú Amari –comentó con frialdad un hombre a la entrada de la panadería–. Ahora los niños arman un alboroto con él; creen que es de verdad.”
El falso Arafat –en la vida real, un hombre de negocios de Hebrón llamado Salem Smerat– me tendió la mano, y tengo que reconocer que tuve la misma sensación blanda y húmeda que dejaba la del presidente de Palestina fallecido hace siete años, décadas después de la primera vez que me reuní con él en Líbano.

Seremos una democracia entre las armas, me dijo una vez. Y sí, dijo que amaba a la ONU.
Este miércoles en Ramalá nadie amaba a la ONU, aunque todos entendían su utilidad. Varios de los que hacían compras, todos hombres, por supuesto, hasta llegaron a insinuar el deseo de que Obama vetara una votación en el Consejo de Seguridad sobre un Estado palestino, porque eso probaría por fin a todos los árabes que Estados Unidos no es su amigo. Nadie sugirió que Obama, quien con tanta ligereza proclamó una nueva relación con el mundo musulmán en El Cairo y se pronunció en favor de un Estado palestino en 2012, pudiera –haciendo honor al espíritu de Woodrow Wilson– tener el valor de respaldar una votación por Palestina, aun al costo de su relección. Pero eso sería fantasía, ¿verdad?

En las calles sonaban tambores y música marcial grabada; los niños se montaban en los cansados leones y los jóvenes tapizaban las paredes con carteles que mostraban un puño estadunidense sujetando la balanza de la justicia. La charola dorada de Palestina estaba vacía, desde luego; la de Israel rebosaba de las estadísticas de costumbre: 750 mil palestinos detenidos de 1967 a la fecha, más de 6 mil de ellos presos en cárceles israelíes, Israel en control de más de 50 por ciento de Cisjordania, 519 mil colonos judíos en 144 colonias en la Palestina ocupada.
Era una especie de verbena, que Majdi resumía bastante bien, aunque no con tanto valor como para darme su apellido.

“Esta gente festeja sin saber el resultado de la votación en la ONU –dijo–. Tenemos que esperar estos dos días para saber si hay algo que celebrar. Oslo fue una pérdida de tiempo; el único ganador fue Israel. En esos días sólo tenía 10 mil colonos aquí, pero la mediación de Estados Unidos ha sido una estupidez. Interfiere con otros países árabes y apoya revoluciones, pero cuando se trata de Palestina, no le importa.”

Y Majdi, que vende joyas, es supersticioso. “Todo nos sale mal en septiembre –dice–. Hubo un septiembre negro en 1970, y luego la masacre de Sabra y Chatila en septiembre de 1982 (nota para los lectores: ¿cuántos, luego del aniversario del 11-S, recordaron que esta semana marca el 29 aniversario de la matanza de mil 700 palestinos en Beirut?), y después vino la primera intifada en septiembre de 1987, luego Oslo y ahora esto, otro septiembre, y vamos a la ONU. Pero está bien ir y mover las cosas. Si un bebé no llora, ¿quién le va a dar leche?”

Pero en ese preciso instante, fuera de esa tienda de ropa en Palestina –fundada por el abuelo del propietario cuando sí existía Palestina, bajo el mandato británico–, dos hombres informaron que israelíes lanzaban gas lacrimógeno hacia Qalandria.

Echamos, pues, a correr hacia Qalandria, la mítica frontera entre el área A de Cisjordania (supuestamente bajo control de la Autoridad Palestina, según el acuerdo de Oslo, tan muerto como el propio Arafat) y el área C (en teoría bajo control israelí), donde 80 soldados israelíes –ciudadanos de un Estado que sí existe– confrontaban a 20 jóvenes que en definitiva no serán ciudadanos de un Estado esta semana si Obama y la Clinton se salen con la suya.
Fue la típica revoltura de neumáticos quemados, hombres gritando, traqueteo de balas de acero de 5.56 milímetros (forradas de goma) y lanzamiento de piedras (sin forro de goma) que aterrizaron entre los 40 periodistas y provocaron que un camarógrafo se pusiera a dar de gritos con una herida en el brazo.

Ridículo, desde luego: teatro de rutina para los equipos de la televisión –montado deliberadamente por ambas partes, sospecho–, que culminó con la acostumbrada carga de soldados antimotines con viseras, mezclados con policías en ropa de civil blandiendo pistolas, quienes sujetaron a dos jóvenes, los tiraron al suelo, los patearon y los golpearon para luego llevarlos a rastras más allá del retén de Qalandia, seguramente para unas cuantas preguntas amistosas y un tratamiento que sin duda cumplirá las más elevadas normas de cuidado humanitario.

El gas lacrimógeno nos irritó a todos. Yo consumí el usual bocado de limón para limpiarme los ojos y me retiré a mi habitación en el hotel Rey David, en Jesuralén oeste, con el rostro ennegrecido por el humo.

Pero, al pasar por el corredor, no pude dejar de notar las antiguas fotos. En una se veía una bandera de la ONU, ondeando con garbo en la azotea del mismo hotel; fue tomada poco después de que la ONU votó en favor de constituir el Estado de Israel. Y allí estaba Ben Gurion, resplandeciente de orgullo en la celebración del aniversario de su nuevo Estado y de la victoria de su nación en la ONU. Qalandria, por cierto, está a ocho kilómetros de Jerusalén… y a más de 60 años en el tiempo.

© The Independent
Traducción: Jorge Anaya



jueves, 22 de septiembre de 2011

El no a Palestina y el fin del viejo Medio Oriente


¿Qué son los asentamientos israelíes en Cisjordania, en los que ningún palestino puede vivir, sino una expresión de racismo? Israel es la única nación sobre la Tierra que no sabe y rehúsa declarar dónde está su frontera oriental. 

Robert Fisk

Los palestinos no conseguirán un Estado esta semana, pero probarán –si obtienen los votos suficientes en la Asamblea General y Mahmoud Abbas no sucumbe a su característica abyección ante el poderío de Estados Unidos e Israel– que son dignos de tenerlo. Y dejarán sentado para los árabes lo que los israelíes, cuando están ampliando sus colonias en tierra robada, gustan en llamar hechos en el terreno: nunca más podrán Washington y Tel Aviv tronar los dedos y esperar que los árabes caigan de rodillas. Estados Unidos ha perdido su posición de dominio en Medio Oriente. La farsa terminó: el proceso de paz, el mapa de ruta, los acuerdos de Oslo: todo ha pasado a la historia.

En lo personal, creo que Palestina es un Estado de fantasía, imposible de crear ahora que los israelíes han robado tanta tierra árabe para sus proyectos coloniales. Si no lo creen, echen una ojeada a Cisjordania: las enormes colonias israelíes, las perniciosas restricciones a la construcción de hogares palestinos de más de una planta, el corte hasta de los sistemas de desagüe como castigo, los cordones sanitarios junto a la frontera jordana y las carreteras exclusivas para colonos israelíes han convertido el mapa de Cisjordania en el destrozado parabrisas de un auto chocado. A veces sospecho que lo único que impide la existencia del gran Israel es la obstinación de esos molestos palestinos.

Ahora, sin embargo, hablamos de asuntos que van mucho más allá. Esta votación en la ONU –sea la Asamblea General o el Consejo de Seguridad, en cierto sentido no importa– dividirá a Occidente –separará a los estadunidenses de los europeos y de decenas de otras naciones– y también dividirá a los árabes de los estadunidenses.

Pondrá de manifiesto las diferencias en la Unión Europea, entre los europeos del este y del oeste, entre Alemania y Francia (la primera apoya a Israel por todas las acostumbradas razones históricas, la segunda está asqueada por el sufrimiento de los palestinos) y, desde luego, entre Israel y la Unión Europea.
Una gran indignación se ha creado en el mundo durante décadas de poderío, brutalidad militar y colonización israelí; millones de europeos, aunque conscientes de su responsabilidad histórica por el Holocausto y de la violencia de algunas naciones musulmanas, ya no se amilanan de criticar para no ser tildados de antisemitas. Existe racismo en Occidente –y me temo que siempre lo habrá– contra musulmanes y africanos, así como contra judíos. Pero, ¿qué son los asentamientos israelíes en Cisjordania, en los que ningún palestino puede vivir, sino una expresión de racismo?

Desde luego, Israel comparte la tragedia. Su demencial gobierno ha llevado a su pueblo a este camino de perdición, apropiadamente resumido en su sombrío temor a la democracia en Túnez y Egipto –qué típico es que su principal compañero en esta estupidez sea la espantosa Arabia Saudita– y en su cruel negativa a ofrecer disculpas por la matanza de nueve turcos en la flotilla de Gaza el año pasado, así como por el asesinato de cinco policías egipcios durante una incursión palestina en Israel.

Así que adiós a sus únicos aliados regionales, Turquía y Egipto, en el lapso de apenas 12 meses. El gabinete israelí está compuesto por personas inteligentes y potencialmente equilibradas, como Ehud Barak, y por tontos como el ministro del exterior Avigdor Lieberman, el Ajmadineyad de la política israelí. Sarcasmos aparte, Israel merecería mejor suerte.

Puede que la creación del Estado israelí haya sido injusta –la diáspora palestina así lo demuestra–, pero fue legal. Y sus fundadores fueron perfectamente capaces de hacer un trato con el rey Abdalá de Jordania luego de la guerra de 1948-49 para dividir a Palestina entre judíos y árabes. Pero fue la ONU, reunida para decidir la suerte de Palestina el 29 de noviembre de 1947, la que dio a Israel su legitimidad, y los estadunidenses fueron los primeros en votar por la fundación del Estado israelí. Ahora, por una suprema ironía de la historia, es Israel el que desea impedir que la ONU otorgue legitimidad a los palestinos… y Estados Unidos el primero que interpondrá su veto contra tal legitimidad.

¿Tiene Israel derecho a existir? La pregunta es una trampa agotada, que con estúpida regularidad es sacada a relucir, aunque para mí cada vez menos, por quienes se hacen llamar partidarios de Israel. Los estados –no los humanos– dan a otros estados el derecho a existir. Los individuos tienen que consultar un mapa. ¿Dónde exactamente está Israel en la geografía? Es la única nación sobre la Tierra que no sabe y rehúsa declarar dónde está su frontera oriental. ¿Es en la vieja línea del armisticio de la ONU; la de 1967, tan amada por Abbas y tan odiada por Netanyahu, o la Cisjordania palestina menos las colonias, o toda Cisjordania?

Muéstrenme un mapa del Reino Unido que contenga Inglaterra, Gales, Escocia e Irlanda del Norte, y tiene derecho a existir. Pero enséñenme uno que abarque los 26 condados de la Irlanda independiente y muestre a Dublín como ciudad británica y no irlandesa, y diré que no, que esa nación no tiene derecho a existir dentro de esas fronteras expandidas. Ésa es la razón, en el caso de Israel, de que casi todas las embajadas occidentales, incluidas las de Estados Unidos y Gran Bretaña, estén en Tel Aviv, no en Jerusalén.

En el nuevo Medio Oriente, entre el despertar árabe y la revuelta de pueblos libres por la dignidad y la libertad, esta votación en la ONU –aprobada en la Asamblea General, vetada por Estados Unidos si va al Consejo de Seguridad– constituye una especie de parteaguas: no sólo una vuelta a la página, sino la caída de un imperio. Tan atada a Israel se ha convertido la política exterior estadunidense, tan temerosos de Israel se han vuelto casi todos los congresistas de Washington –al grado de amar a Israel más que a su propio país–, que Estados Unidos se mostrará esta semana, no como la nación que produjo a Woodrow Wilson y sus 14 principios de autodeterminación, no como la que combatió al nazismo, al fascismo y al militarismo japonés, no como el bastión de libertad que según nos dijeron representaban sus padres fundadores, sino como un Estado cascarrabias, egoísta y acobardado cuyo presidente, luego de prometer un nuevo afecto por el mundo musulmán, se ve forzado a apoyar a una potencia ocupante contra un pueblo que sólo desea tener una patria.

¿Debemos decir pobrecito Obama, como he hecho otras veces? No creo. Grande en la retórica, vanidoso, pródigo en amor falso en Estambul y El Cairo a pocos meses de su elección, esta semana demostrará que le importa más su relección que el futuro de Medio Oriente, que su ambición personal de permanecer en el poder debe tener prelación sobre las penurias de un pueblo ocupado. Sólo en ese contexto resulta extraño que un hombre de supuestos altos principios se muestre tan cobarde. En el nuevo Medio Oriente, en el que los árabes reclaman los mismos derechos y libertades que Israel y Estados Unidos dicen propugnar, es una terrible tragedia.

Los fracasos de Washington en levantarse ante Israel e insistir en una paz justa en Palestina, apoyados por Blair, el héroe de la guerra en Irak, son responsables de ella. También los árabes, por permitir que sus dictadores duraran tanto y que llenaran la arena de fronteras falsas, viejos dogmas y petróleo (y no creamos que una nueva Palestina sería un paraíso para su pueblo). Asimismo Israel, que debería recibir con beneplácito la demanda palestina de ser un Estado miembro de la ONU, con todas las obligaciones de seguridad, de paz y reconocimiento de otros estados miembros. Pero no: el juego está perdido. El poder político estadunidense en Medio Oriente será neutralizado esta semana a cuenta de Israel. Vaya sacrificio en nombre de la libertad...
© The Independent
Traducción: Jorge Anaya

lunes, 19 de septiembre de 2011

El motivo de la resistencia es la indignación





Publicado originalmente en francés en diciembre de 2010, traducido al español y editado en febrero de este año con el título de ¡Indígnense!, es uno de los frutos más generosos, y también de los más enriquecedores, que este vitalísimo nonagenario indignado nos entrega a las generaciones predecesoras, desde la plena conciencia de que el totalitarismo no ha fenecido sino que, una y otra vez, resurge en nuevas y sofisticadas transformaciones, hoy bajo disfraces de falsa unidad y mendaz “igualdad de oportunidades”, como la que implican conceptos como el de “globalización” –el cual, dijo alguna vez Henry Kissinger, es “sólo un modo novedoso de nombrar a la hegemonía estadunidense”.


Es de esperar que la apática -por desesperanza o por ignorante- juventud mexicana responda al llamado que hace Hessel,  testigo y protagonista de lo mejor y de lo peor de todo un siglo.  


¡Indígnense!
Stéphane Hessel


Noventa y tres años. Es algo así como la última etapa. El final ya no está muy lejos. ¡Qué suerte poder aprovecharlos para recordar lo que fueron los cimientos de mi compromiso político: los años de resistencia y el programa elaborado hace sesenta y seis años por el Consejo Nacional de la Resistencia! A Jean Moulin le debemos, en el marco de este Consejo, la unión de todos los miembros de la Francia ocupada, los movimientos, los partidos, los sindicatos, para proclamar su adhesión a la Francia combatiente y al único líder que reconocía: el general Charles de Gaulle. Desde Londres, donde me había unido al general De Gaulle en marzo de 1941, supe que este Consejo había preparado un programa, que adoptaría el 15 de marzo de 1944 y que proponía para la Francia liberada un conjunto de principios y valores sobre los que se asentaría la democracia moderna de nuestro país.

Estos principios y valores son hoy más necesarios que nunca. Todos juntos debemos velar por que nuestra sociedad sea una sociedad de la que podamos estar orgullosos: no esa sociedad sin papeles, de expulsiones, de recelo hacia los inmigrantes; no esa sociedad que pone en duda la jubilación, el derecho a la Seguridad Social; no esa sociedad donde los medios de comunicación están en manos de la gente pudiente: todo ello, cosas a las que no habríamos dado ningún crédito de haber sido los verdaderos herederos del Consejo Nacional de la Resistencia.

A partir de 1945, después de un drama atroz, las fuerzas presentes en el Consejo de la Resistencia emprendieron una ambiciosa resurrección. Recordémoslo, fue entonces cuando se creó la Seguridad Social tal y como quería la Resistencia, como su programa estipulaba: “Un plan completo de Seguridad Social cuyo objetivo sea garantizar a todos los ciudadanos los medios de subsistencia, en todos aquellos casos en los que no puedan procurárselos a través del trabajo”; “una jubilación que permita a los ancianos trabajadores finalizar sus días con dignidad”. Las fuentes de energía, la electricidad y el gas, las minas de carbón y los grandes bancos se nacionalizaron. Era esto lo que el programa preconizaba: “El retorno a la nación de los grandes medios de producción monopolizados, fruto del trabajo común, de las fuentes de energía, de las riquezas del subsuelo, de las compañías de seguros y de los grandes bancos”; “la instauración de una verdadera democracia económica y social, que implique la evicción de las grandes feudalidades económicas y financieras de la dirección de la economía”. El interés general debía primar sobre el interés particular y el reparto justo de las riquezas creadas por el mundo del trabajo, sobre el poder del dinero. La Resistencia propuso “una organización racional de la economía que garantice la subordinación de los intereses particulares al interés general, libre de la dictadura profesional instaurada a imagen de los Estados fascistas”, y el gobierno provisional de la República recogió el testigo.

Una verdadera democracia necesita una prensa independiente; la Resistencia lo sabía y lo exigió: defendió “la libertad de prensa, su honor y su independencia con respecto al Estado, los poderes económicos o las influencias extranjeras”. Esto es lo que, desde 1944, todavía recogen las ordenanzas de prensa. Sin embargo, es esto precisamente lo que al día de hoy está en peligro.

La Resistencia apelaba a “la posibilidad efectiva de todos los niños de beneficiarse de la enseñanza más desarrollada”, sin discriminación. Sin embargo, las reformas propuestas en 2008 van en contra de este objetivo. Jóvenes profesores, a los que apoyo, han llegado al punto de negarse a aplicarlas y han visto cómo se reducían sus sueldos a modo de castigo. Se han indignado, “han desobedecido”, han considerado estas reformas demasiado alejadas del ideal de la escuela republicana, demasiado al servicio de una sociedad del dinero, un obstáculo para el desarrollo del espíritu creativo y crítico.
Son los cimientos de las conquistas sociales de la Resistencia lo que hoy se pone en tela de juicio.

El motivo de la resistencia es la indignación
Se atreven a decirnos que el Estado ya no puede garantizar los costos de estas medidas ciudadanas. Pero ¿cómo puede ser que actualmente no haya suficiente dinero para mantener y prolongar estas conquistas cuando la producción de riqueza ha aumentado considerablemente desde la Liberación, un período en el que Europa estaba en la ruina? Pues porque el poder del dinero, tan combatido por la Resistencia, nunca había sido tan grande, insolente, egoísta con todos, desde sus propios siervos hasta las más altas esferas del Estado. Los bancos, privatizados, se preocupan en primer lugar de sus dividendos y de los altísimos sueldos de sus dirigentes, pero no del interés general. Nunca había sido tan importante la distancia entre los más pobres y los más ricos, ni tan alentada la competitividad y la carrera por el dinero.

El motivo fundamental de la Resistencia fue la indignación. Nosotros, veteranos de la Resistencia y de las fuerzas combatientes de la Francia Libre, apelamos a las jóvenes generaciones a dar vida y transmitir la herencia de la Resistencia y sus ideales. Nosotros les decimos: tomen el relevo, ¡indígnense! Los responsables políticos, económicos, intelectuales y el conjunto de la sociedad no pueden claudicar ni dejarse impresionar por la dictadura actual de los mercados financieros que amenaza la paz y la democracia.
Les deseo a todos, a cada uno de ustedes, que tengan su propio motivo de indignación. Es un valor precioso. Cuando algo te indigna como a mí me indignó el nazismo, te conviertes en alguien militante, fuerte y comprometido. Pasas a formar parte de esa corriente de la historia, y la gran corriente debe seguir gracias a cada uno. Esa corriente tiende hacia mayor justicia, mayor libertad, pero no hacia esa libertad incontrolada del zorro en el gallinero. Esos derechos, cuyo programa recoge la Declaración Universal de 1948, son universales. Si se encuentran con alguien que no se beneficia de ellos, compadézcanlo y ayúdenlo a conquistarlos.


Dos visiones de la historia
Cuando intento comprender qué causó el fascismo, que provocó que fuéramos invadidos por él y por Vichy, me digo que los propietarios, con su egoísmo, tuvieron un miedo terrible a una revolución bolchevique. Se dejaron guiar por sus temores. Pero si, hoy como entonces, una minoría activa se rebela, será suficiente, tendremos la levadura que levante a la masa. Es cierto que la experiencia de alguien tan viejo como yo, nacido en 1917, es diferente a la de los jóvenes de hoy. A menudo les pido a los profesores de escuela que me permitan hablar frente a sus alumnos y les digo: “No tienen las mismas razones, tan evidentes, para comprometerse. Para nosotros, resistir era no aceptar la ocupación alemana, la derrota. Era relativamente simple. Simple como lo que siguió, la descolonización. Después llegó la guerra de Argelia. Era necesario que Argelia se independizase; era evidente. En cuanto a Stalin, todos nosotros aplaudimos la victoria del Ejército Rojo contra los nazis en 1943. Pero, desde que tuvimos noticia de los grandes procesos estalinistas de 1935, y aunque hacía falta tener un oído atento al comunismo para contrarrestar el capitalismo estadunidense, la necesidad de oponerse a esta forma insoportable de totalitarismo se impuso de forma muy clara. Mi larga vida me ha dado una sucesión de razones para indignarme.”

Esas razones han nacido menos de una emoción que de una voluntad de comprometerme. Al joven normalien* que yo era lo marcó mucho Sartre, un condiscípulo mayor. La náusea, El muro, y no El ser y la nada, fueron muy importantes en la formación de mi pensamiento. Sartre nos enseñó a decirnos a nosotros mismos: “Son responsables en tanto que individuos.” Era un mensaje libertario. La responsabilidad del hombre que no puede encomendarse ni a un poder ni a un dios. Al contrario, debe comprometerse en nombre de su responsabilidad como persona humana. Cuando ingresé en la Escuela Normal de la calle de Ulm, en París, en 1939, entré como ferviente discípulo de Hegel y asistía al seminario de Maurice Merleau-Ponty. Su enseñanza exploraba la experiencia concreta, la del cuerpo y su relación con el sentido, gran singular frente al plural de los sentidos. Pero mi optimismo natural, que quiere que todo aquello que es deseable sea posible, me llevaba hacia Hegel. El hegelianismo interpreta que la larga historia de la humanidad tiene un sentido: es la libertad del hombre que progresa etapa por etapa. La historia está hecha de conflictos sucesivos, la aceptación de desafíos. La historia de las sociedades progresa y, al final, cuando el hombre ha conseguido su libertad completa, obtenemos el Estado democrático en su forma ideal.

Por supuesto, existe otra concepción de la historia. Los progresos alcanzados por la libertad, la competitividad, la carrera del “siempre más”, todo eso puede vivirse como un huracán destructor. Es así como representa la historia un amigo de mi padre, el hombre que compartió con él la labor de traducir al alemán En busca del tiempo perdido, de Marcel Proust: el filósofo alemán Walter Benjamin. Él sacó un mensaje pesimista de Angelus novus, un cuadro del pintor suizo Paul Klee, en el que la figura del ángel abre los brazos como si quisiera contener y ahuyentar una tempestad que él identifica con el progreso. Para Benjamin, quien se suicidó en septiembre de 1940 para huir del nazismo, el sentido de la historia es la marcha inevitable de catástrofe en catástrofe.

La indiferencia: la peor de las actitudes
Es cierto, las razones para indignarse pueden parecer hoy menos nítidas, o el mundo demasiado complejo. ¿Quién manda?, ¿quién decide? No siempre es fácil distinguir entre todas las corrientes que nos gobiernan. Ya no se trata de una pequeña elite cuyas artimañas comprendemos perfectamente. Es un mundo vasto y nos damos cuenta de que es interdependiente. Vivimos en una interconectividad como no ha existido jamás. Pero en este mundo hay cosas insoportables. Para verlo debemos observar bien, buscar. Yo les digo a los jóvenes: busquen un poco, van a encontrar. La peor actitud es la indiferencia; decir “yo paso, ya me las arreglaré”. Si se comportan así pierden uno de los componentes indispensables: la facultad de indignación y el compromiso que la sigue.

Ya podemos identificar dos nuevos grandes desafíos:
a) La inmensa distancia que existe entre los muy pobres y los muy ricos, que no deja de aumentar. Es una innovación de los siglos XX y XXI. Los que son muy pobres apenas ganan actualmente dos dólares por día. No podemos permitir que esta distancia siga creciendo. Esta constatación debe suscitar de por sí un compromiso.
b) Los derechos humanos y la situación del planeta. 

Después de la Liberación tuve la suerte de participar en la redacción de la Declaración Universal de los Derechos Humanos, adoptada por la Organización de las Naciones Unidas el 10 de diciembre de 1948 en París, en el palacio de Chaillot. Fue bajo el cargo de jefe de Gabinete de Henri Laugier, secretario general adjunto de la ONU y secretario de la Comisión de Derechos Humanos, que participé, junto a otros, en la redacción de esta Declaración. No podría olvidar el papel que desempeñó en su elaboración René Bassin, comisario nacional de Justicia y Educación del gobierno de la Francia Libre en Londres, en 1941, que fue Premio Nobel de la Paz en 1968; ni el de Pierre Mendès France en el seno del Consejo Económico y Social, a quien enviábamos los textos que elaborábamos antes de ser examinados por la Tercera Comisión de la Asamblea General, que se encargaba de las cuestiones sociales, humanitarias y culturales. Formaban parte de ella los cincuenta y ocho Estados miembros, en la época, de las Naciones Unidas, y yo asumí el secretariado. Es a René Bassin a quien debemos el término de derechos “universales” y no “internacionales”, como proponían nuestros amigos anglosajones. Porque esta era la cuestión al salir de la segunda guerra mundial: emanciparse de las amenazas que el totalitarismo ha impuesto a la humanidad. Para ello, es necesario que los Estados miembros de la ONU se comprometan a respetar estos derechos universales. Es una forma de desbaratar el argumento de plena soberanía que un Estado puede hacer valer mientras comete crímenes contra la humanidad en su territorio. Este fue el caso de Hitler, que se creyó un dueño y señor autorizado a provocar un genocidio. La Declaración Universal le debe mucho a la reacción universal contra el nazismo, el fascismo, el totalitarismo e, incluso, por nuestra presencia, al espíritu de la Resistencia. Yo sentía que había que ir aprisa, que no podíamos dejarnos engañar por la hipocresía que había en la adhesión proclamada por los vencedores a unos valores que no todos tenían la intención de promover con lealtad, pero que nosotros intentábamos imponerles.

No me resisto a citar el artículo 15 de la Declaración Universal de los Derechos Humanos: “Toda persona tiene derecho a una nacionalidad”, y el artículo 22: “Toda persona, como miembro de la sociedad, tiene derecho a la Seguridad Social, y a obtener, mediante el esfuerzo nacional y la cooperación internacional, habida cuenta de la organización y los recursos de cada Estado, la satisfacción de los derechos económicos, sociales y culturales indispensables para su dignidad y para el libre desarrollo de su personalidad.” Y aunque esta declaración tiene un alcance declarativo y no jurídico, ha desempeñado un papel muy importante desde 1948; hemos visto cómo hacían uso de ella los pueblos colonizados en sus luchas por la independencia; sembró los espíritus en su combate por la libertad.
Constato con satisfacción que, a lo largo de las últimas décadas, se han multiplicado las organizaciones no gubernamentales, los movimientos sociales como ATTAC (Asociación para la Fijación de Impuestos en las Transacciones Financieras), FIDH (Federación Internacional de Derechos Humanos), Amnistía…, que son activos y eficientes. Está claro que, para ser eficaz hoy en día, se debe actuar en red, aprovechar los medios modernos de comunicación.
A los jóvenes les digo: miren a su alrededor, encontrarán los hechos que justifiquen su indignación –el trato a los inmigrantes, a los sin papeles, a los gitanos. Encontrarán situaciones concretas que los llevarán a emprender una acción ciudadana fuerte. ¡Busquen y encontrarán!

Mi indignación a propósito de Palestina
Actualmente mi principal indignación concierne a Palestina, la franja de Gaza y Cisjordania. La fuente de mi indignación es el llamamiento lanzado por los israelíes valientes en la Diáspora: ustedes, nuestros antepasados, vengan a ver a dónde han llevado nuestros dirigentes a este país, olvidando los valores humanos fundamentales del judaísmo. Me desplacé hasta allá en 2002 y luego cinco veces más hasta 2009. Es absolutamente necesario leer el Informe Richard Goldstone sobre Gaza de septiembre de 2009, en el que este juez sudafricano, judío, que incluso se reconoce sionista, acusa al ejército israelí de haber cometido “actos asimilables a crímenes de guerra y quizás, en determinadas circunstancias, a crímenes contra la humanidad” durante la Operación Plomo Fundido, que duró tres semanas. En 2009 volví con mi mujer a Gaza –donde pudimos entrar gracias a nuestros pasaportes diplomáticos–, con el objetivo de evaluar con nuestros propios ojos lo que decía el Informe. La gente que nos acompañaba no fue autorizada a entrar en la franja de Gaza. Ni allí ni en Cisjordania. También visitamos los campos de refugiados palestinos creados en 1948 por la Agencia de las Naciones Unidas, la UNRWA, donde más de tres millones de palestinos expulsados de sus tierras por Israel esperan un regreso cada vez más problemático. En cuanto a Gaza, es una prisión a cielo abierto para un millón y medio de palestinos. Una prisión en la que se organizan para sobrevivir. Más que las destrucciones materiales, como la del hospital de la Media Luna Roja por la Operación Plomo Fundido, es el comportamiento de los gazatíes, su patriotismo, su amor por el mar y las playas, su constante preocupación por el bienestar de sus hijos, innumerables y risueños, lo que permanece en nuestra memoria. Nos impresionó su ingeniosa manera de hacer frente a todas las penurias que les son impuestas. Vimos cómo confeccionan ladrillos a falta de cemento para construir las miles de casas destruidas por los carros de combate. Nos confirmaron que, durante la Operación Plomo Fundido llevada a cabo por el ejército israelí, los muertos habían sido mil 400 –mujeres, niños y ancianos– en el lado palestino, frente a únicamente cincuenta heridos del lado israelí. Comparto las conclusiones del juez sudafricano. Que los propios judíos puedan perpetrar crímenes de guerra es insoportable. 

Desafortunadamente, la historia da pocos ejemplos de pueblos que saquen lecciones de su propia historia.

Lo sé: Hamas, que ganó las últimas elecciones legislativas, no ha podido evitar que se lancen cohetes a los pueblos israelíes en respuesta a la situación de aislamiento y bloqueo en la que se encuentran los gazatíes. Evidentemente pienso que el terrorismo es inaceptable, pero hay que admitir que, cuando un pueblo está ocupado con medios militares infinitamente superiores, la reacción popular no puede ser únicamente no violenta.

¿Le sirve de algo a Hamas enviar cohetes a la ciudad de Sdérot? La respuesta es no. No sirve a su causa, pero podemos explicar estos actos por la exasperación de los gazatíes. En la noción de exasperación hay que comprender la violencia como una lamentable conclusión de situaciones inaceptables para aquellos que las sufren. Entonces, podría decirse que el terrorismo es una forma de exasperación, y que esta exasperación es un término negativo. No deberíamos exasperarnos; deberíamos esperanzarnos. La exasperación es una negación de la esperanza. Es algo comprensible, casi diría que natural, pero precisamente por eso no es aceptable. Porque no permite obtener los resultados que puede eventualmente producir la esperanza.

La no violencia, el camino a seguir
Estoy convencido de que el porvenir pertenece a la no violencia, a la conciliación de las diferentes culturas. Es por esta vía que la humanidad deberá alcanzar su próxima etapa. Y aquí, coincido con Sartre, no podemos excusar a los terroristas que tiran bombas, pero podemos comprenderlos. Sartre escribe en 1947: “Reconozco que la violencia, cualquiera que sea la forma bajo la que se manifiesta, es un fracaso. Pero es un fracaso inevitable puesto que estamos en un mundo de violencia. Y si es cierto que el recurso a la violencia contra la violencia corre el riesgo de perpetuarla, también es verdad que es el único medio de detenerla.” A lo que yo añadiría que la no violencia es un medio más eficaz de detenerla. No podemos apoyar a terroristas tal y como lo hizo Sartre en nombre de este principio durante la guerra de Argelia, o en ocasión del atentado de los juegos de Munich, en 1972, cometido contra atletas israelíes. No es eficaz, y el propio Sartre acabó por interrogarse, al final de su vida, sobre el sentido del terrorismo y llegó a dudar de su razón de ser. Decir “la violencia no es eficaz” es harto más relevante que saber si se debe condenar o no a quienes se entregan a ella. El terrorismo no es eficaz. En la noción de eficacia es necesaria una esperanza no violenta. De existir una esperanza violenta, ésta se encuentra en la poesía de Guillaume Apollinaire: “Qué violenta es la esperanza”; pero no en política. En marzo de 1980, a tres semanas de su muerte, Sartre declaraba: “Hay que intentar explicar por qué el mundo actual, que es horrible, no es más que un momento en el largo desarrollo histórico, que la esperanza ha sido siempre una de las fuerzas dominantes de las revoluciones y de las insurrecciones, y cómo todavía siento la esperanza como mi concepción del porvenir.”

Hay que comprender que la violencia da la espalda a la esperanza. Hay que dotar a la esperanza de confianza, la confianza en la no violencia. Es el camino que debemos aprender a seguir. Tanto del lado de los opresores como de los oprimidos, hay que llegar a una negociación que haga desaparecer la opresión; eso es lo que permitirá que no haya violencia terrorista. Es por esta razón que no deberíamos acumular mucho odio.
El mensaje de un Mandela, de un Martin Luther King, encuentra toda su pertinencia en un mundo que ha sobrepasado la confrontación de las ideologías y el totalitarismo conquistador. Es un mensaje de esperanza relativo a la capacidad de las sociedades modernas para lograr la superación de los conflictos a través de una mutua comprensión y una atenta paciencia. Para conseguirlo hay que basarse en los derechos, cuya violación, cualquiera que sea el autor, debe provocar nuestra indignación. No cabe transigir respecto a estos derechos.

Por una insurrección pacífica
He constatado –y no soy el único– la reacción del gobierno israelí confrontado al hecho de que cada viernes los habitantes de la pequeña ciudad de Bil’in, en Cisjordania, van, sin lanzar piedras, sin usar fuerza alguna, hasta el muro contra el cual protestan. Las autoridades israelíes han calificado esta marcha de “terrorismo no violento”. No está mal. Hay que ser israelí para calificar de terrorista la no violencia. Tiene que resultar embarazosa la eficacia de una no violencia que tiende a suscitar apoyos, comprensión, la complicidad de todos aquellos que en el mundo son adversarios de la opresión.
El pensamiento productivista, auspiciado por Occidente, ha arrastrado al mundo a una crisis de la que hay que salir a través de una ruptura radical con la escapada hacia adelante del “siempre más”, en el dominio financiero pero también en el de las ciencias y las técnicas. Ya es hora de que la preocupación por la ética, por la justicia, por el equilibrio duradero prevalezcan. Puesto que los más graves riesgos nos amenazan. Y pueden llevar a su término la aventura humana en un planeta que podría volverse inhabitable para el hombre.

Pero no es menos cierto que se han hecho importantes progresos desde 1948: la descolonización, el final del apartheid, la destrucción del imperio soviético, la caída del Muro de Berlín. Por el contrario, la primera década del siglo XXI ha sido un período de retroceso. Este retroceso lo atribuyo en parte a la presidencia estadunidense de George Bush, al 11 de septiembre y a las desastrosas acciones que como consecuencia ha emprendido Estados Unidos, como esa intervención militar en Irak. Nos hemos encontrado con esta crisis económica, pero no hemos aprovechado la ocasión para iniciar una nueva política de desarrollo. De la misma manera, la cumbre de Copenhague contra el cambio climático no ha conducido al compromiso de una verdadera política para la preservación del planeta. Nos encontramos en un umbral, entre los horrores de la primera década y las posibilidades de las siguientes. Pero hay que tener confianza, no hay que perder la confianza nunca. El decenio anterior, el de 1990, fue el origen de grandes progresos. Las Naciones Unidas supieron convocar conferencias como la de Río sobre el medio ambiente, en 1992; la de Beijing sobre las mujeres, en 1995; en septiembre de 2000, a partir de la iniciativa del secretario general de las Naciones Unidas, Kofi Annan, los 191 países miembros adoptaron la declaración sobre los ocho Objetivos de Desarrollo del Milenio, a través del cual se comprometían a reducir la pobreza en el mundo a la mitad desde 2000 hasta 2015. Mi principal disgusto es que ni Obama ni la Unión Europea hayan propuesto una aportación para una fase constructiva apoyada en los valores fundamentales.

¿Cómo concluir esta llamada a la indignación? Acordándonos una vez más de que, en ocasión de los sesenta años del Consejo Nacional de la Resistencia, decíamos, el 8 de marzo de 2004, nosotros, los veteranos de los movimientos de resistencia y de las fuerzas combatientes de la Francia Libre (1940-1945), que ciertamente “el nazismo ha sido vencido, gracias al sacrificio de nuestros hermanos y hermanas de la Resistencia y de las Naciones Unidas contra la barbarie fascista. Pero esta amenaza no ha desaparecido totalmente y nuestra cólera respecto a la injusticia sigue intacta”.
No, esta amenaza no ha desaparecido del todo. De la misma manera, apelemos todavía a “una verdadera insurrección pacífica contra los medios de comunicación de masas que no proponen otro horizonte para nuestra juventud que el del consumo de masas, el desprecio hacia los más débiles y hacia la cultura, la amnesia generalizada y la competición a ultranza de todos contra todos”.

A aquellos que harán el siglo XXI les decimos, con todo nuestro afecto: “Crear es resistir. Resistir es crear.”

* Alumno de la Escuela Normal Superior de París, institución educativa de gran prestigio que en sus inicios formaba a los profesores de secundaria y que en la actualidad imparte másteres y estudios de doctorado. Se caracteriza por su espíritu interdisciplinario y su alto grado de exigencia. (N. del t.