viernes, 13 de mayo de 2011

Muñecas vivientes. El regreso del sexismo


Mi hija crece en un mundo que potencia valores medievales: las niñas son princesas y los niños, luchadores

No me imaginaba que acabaríamos así

Crecí en una familia que, como muchas en los años setenta, estaba bastante de acuerdo con la máxima que enunció elocuentemente Simone de Beauvoir en 1949: "No se nace mujer, se llega a serlo". Por lo tanto, mi madre se negó a comprar Barbies a sus hijas; mi hermana y yo tuvimos un montón de Legos y coches de juguete. La lucha contra los estereotipos de género empezaba en casa. Estaba convencida de que, una generación después, mi hija crecería en un mundo mucho más libre. Daba por hecho que el triunfo de la generación de mi madre había hecho posible que la feminidad se hubiera convertido en una elección en vez de en una trampa. Creía que las niñas serían libres de ser hadas o princesas, del mismo modo que las mujeres adultas podíamos elegir adoptar determinados símbolos de la feminidad que las feministas de los años sesenta habían considerado opresores, como los tacones o el maquillaje.
Pero de pronto descubrí que, casi sin que me hubiera dado cuenta, las puertas se habían cerrado. Lo que se suponía que iba a ser la libertad de elegir algo rosa de vez en cuando parece haberse convertido en la obligación de ahogarse en un océano rosa. Mi hija está creciendo en un mundo que potencia valores medievales, en el que todas las niñas son princesas y los niños, luchadores; en el que todas las niñas llevan hadas y todos los niños, superhéroes en los estuches del colegio. Esta involución no solo afecta a los juguetes, sino que se extiende a las expectativas que se establecen sobre muchos otros aspectos del comportamiento infantil, como la ropa, el lenguaje, el aprendizaje o la manera de pelearse. Y lo que me resulta más extraño es que nadie se cuestiona esta vuelta a los valores tradicionales.
Antes creía que solo teníamos que establecer las condiciones necesarias para la igualdad y entonces el sexismo desaparecía de nuestra cultura. Hoy estoy dispuesta a admitir que estaba completamente equivocada.
Las muñecas han tomado la vida de las niñas e incluso la de las mujeres. La telebasura nos presenta como modelos de vida a mujeres que solo viven de sus pechos enormes y de acostarse con famosos. Las chicas de once años quieren ser modelos, y las de dieciséis se presentan a concursos de Strip- tease. Y todo ello en nombre de “la libertad de elección”, “el poder femenino” y la libertad sexual.

No me imaginaba que acabaríamos así. Lo pensé hace pocos años, mientras recorría una juguetería de Londres. La escalera mecánica me había trasladado desde el bullicio multicolor de la planta baja, repleta de mullidos juguetes redondeados y de colores alegres, hasta el mundo de ensueño de la tercera planta. De pronto me sentía como si me hubieran colocado unas gafas de cristales rosas, pero el efecto resultaba estomagante. Todo era rosa, desde el rosa peladilla de Barbie al tono fresa de la Bella Durmiente de Disney, del rosa pastel de Baby Annabel al rosa chicle de Hello Kitty. Había un mostrador de manicura rosa donde las niñas pequeñas podían pintarse las uñas, un expositor "boutique" rosa con pendientes y collares, muñecas que venían dentro de una caja rosa con "dormitorios manicura" rosa y "salones de belleza" rosa.
A lo largo del tiempo muchas feministas han defendido la necesidad de animar a las niñas y los niños a jugar saltándose los límites impuestos por su sexo, argumentando que no había razones para confinar a las niñas en ese universo pastel. Pero la división entre el mundo rosa de las niñas y el mundo azul de los niños no solo sigue existiendo sino que, en esta generación, se está extremando más que nunca.
Ahora da la impresión de que las muñecas se escapan de las tiendas de juguetes e invaden la vida de las niñas. No solo se da por hecho que las niñas juegan con muñecas: también se espera que se conviertan en réplicas de sus juguetes favoritos. La estética de purpurina rosa invade ya casi todos los ámbitos de la vida de una niña. La naturaleza transversal de las técnicas de marketing modernas hace que ahora cualquier niña pequeña puede sentarse en su casa a ver el DVD de La Bella Durmiente mientras juega con su muñeca de La Bella Durmiente, que lleva el mismo vestido, y vestirse también ella misma con una réplica refulgente del mismo traje. Después puede irse al colegio con un surtido de Bratzs y Barbies por todas partes, desde las braguitas hasta los prendedores del pelo y la mochila, y al volver a casa puede mirarse en el espejo del tocador de las Princesas Disney. Las elaboradas estrategias de marketing de las marcas están consiguiendo fundir la muñeca y la niña real hasta un punto que hace una generación hubiera resultado inconcebible.
Esta extraña fusión puede prolongarse ya bien pasada la etapa infantil. Vivir una vida de muñeca parece haberse convertido en la aspiración de muchas jóvenes, que en cuanto salen de la infancia se embarcan en el proyecto de conquistar la imagen teñida, depilada y bronceada de una Bratz o una Barbie a base de arreglarse, ponerse a dieta e ir de compras. Los personajes de las comedias románticas que ven son mujeres que hacen que esa feminidad exagerada parezca apetecible, y las famosas que aparecen en las revistas de moda y cotilleos que leen suelen ser mujeres de las que se sabe que han optado por tomar medidas extremas, desde dietas draconianas a cirugía estética, para conseguir una perfección irreal.


Muñecas vivientes. El regreso del sexismo, de Natasha Walter. Traducción de María Álvarez Rilla. Ediciones Turner. 

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