miércoles, 27 de abril de 2011

Enmascararse para desenmascarar

Alemania exhibe sin tapujos su opulencia. En medio de ella apenas sobreviven los “perdedores del mejor de los mundos”: los trabajadores pobres, los inmigrantes sin papeles, los indigentes… El periodista alemán Günter Wallraff se ha hecho pasar por ellos para “desenmascarar” al sistema que los explota o margina. 






Wallraff repasa sus experiencias como “reportero encubierto”, al tiempo que recomienda a los periodistas mexicanos no utilizar su método de infiltración en los cárteles del narcotráfico: “los llevaría a ser asesinados”.

COLONIA, Alemania.- Muchas caras. Varios nombres. Diferentes vidas… En su larga trayectoria como periodista encubierto, Günter Wallraff ha sido indigente en asilos de Dinamarca, trabajador iraní en Japón, traficante de armas para militares golpistas portugueses, reportero en la redacción del diario sensacionalista más influyente de Alemania, trabajador turco a cargo de tareas insalubres dentro de la industria germana. En la piel de este personaje, llamado Alí Sinirlioglu, Günter Wallraff escribió su clásico Cabeza de turco (Ganz unten), libro cuya edición alemana lleva más de 5 millones de ejemplares vendidos y puede leerse en otras 38 lenguas. 
A su casa de esta ciudad –donde Wallraff nos recibe en un sábado gris– llegan cada día cartas de trabajadores, empleados, expertos; anónimas muchas de ellas por temor a represalias. Allí se narran condiciones laborales que no encajan con la imagen que Alemania gusta difundir de sí misma. En esta realidad que los medios masivos apenas reflejan, entra y sale Wallraff con sus personajes y su cámara oculta, combinando gajes de actor, reportero, etnólogo, escritor, cineasta… Sus testimonios han conseguido que algunos poderosos respondan frente a la justicia. Él mismo ha sido objeto de campañas de difamación públicas y de espionaje. “Ahora ya no interponen querellas porque han visto que con eso sólo logran aumentar la difusión de cada caso”, señala. 
El periodista de investigación más famoso de Alemania nunca pisó la universidad. En la escuela se inclinaba por los deportes, el alemán y las artes, y manifestaba rechazo por las materias abstractas. Cuando Wallraff se desempeñaba como objetor de conciencia durante el servicio militar, un psiquiatra del ejército lo catalogó como “personalidad anormal, incapacitada para la guerra y para la paz”. Wallraff se forjó a partir de entonces como autodidacta. Su método de investigación, con rostros e historias de vida prestados, lo ha llevado a traspasar muchos de sus propios límites. 
Con 68 años a cuestas, padre de cinco hijas de tres matrimonios, este hombre enjuto y fibroso, de andar resuelto y paso algo frágil corre cuatro veces por semana entre 10 y 20 kilómetros, una forma de resolver su intranquilidad. “Yo medito cuando corro distancias largas, en los entrenamientos de maratón”, dice. El ajedrez, el tenis de mesa y una vasta colección de piedras y esculturas –algunas de factura propia– ocupan  su tiempo libre.
En su nuevo libro, Con los perdedores del mejor de los mundos, una vez más Wallraff se “enmascara para desenmascarar”, desde adentro, la dura cotidianidad de los sin techo, las estafas sistemáticas que realizan algunos call center, las miserables condiciones de trabajo en una fábrica de pan que surte a la cadena de supermercados más grande de Europa, el impresionante sistema de espionaje montado por  la empresa de Ferrocarriles Alemanes contra sus propios empleados, el racismo al que se expone un inmigrante de color en Alemania.
 
Las primeras experiencias
 
–¿Estuvo alguna vez en Auschwitz? –se le pregunta.
–Sí. Hace ya mucho tiempo, más de 20 años. Hoy soy parte de una iniciativa que garantiza a todos los alumnos de las escuelas del estado de Westfalia Renania del Norte la posibilidad de visitar Auschwitz. Porque en la escuela el tema va pasando a segundo plano. Cuando los alumnos están allí, cambia su posicionamiento.
–¿Y usted cómo se sintió?
–¡Hombre! Estaba preparado, me había ocupado de leer libros desde muy temprano, mucha literatura, y sin embargo fue para mí… fue una parte de Alemania que encontré de nuevo en Auschwitz. Una parte que en mi juventud aquí yo había percibido como aplastante. Yo soy de un tiempo en el que los criminales del Tercer Reich –los de escritorio, los del poder judicial– habían notado que aún tenían poder de decisión. Así me tocó crecer. El tufo del fascismo se respiraba en todas partes. Yo tenía ataques de asfixia. Y para librarme… parte de mi trabajo puede entenderse como una oposición a todo eso. Las víctimas no tenían derecho a existir. 
“Un compañero nuestro de la escuela había perdido a su familia en Auschwitz, y ninguno de nosotros lo sabía. Yo me enteré mucho más tarde. Y nuestro profesor de alemán, que todavía vive y nos daba a leer literatura antifascista –Böll, Trotsky, Brecht–, en un encuentro que tuve con él hace dos años se sinceró conmigo: ‘Yo era parte de un destacamento que durante el Tercer Reich fusilaba a desertores. Tenía que disparar. Espero –porque siempre uno de nosotros no tenía cartucho– no haber acertado’. Pero los que, como él, aprendieron de su culpa, eran la excepción.
–En Auschwitz no sólo se asesinaba en gran escala sino que se sometía a los prisioneros a trabajo esclavo. Usted, ya desde sus primeros reportajes, y también en los más recientes, habla de formas de esclavitud moderna.
–Sí. El esclavo de la Antigüedad contaba con más protección que ahora puesto que a las familias que tenían esclavos en sus casas les interesaba que ellos pudieran ejercer su fuerza de trabajo durante mucho tiempo. El esclavo moderno es un artículo desechable. Si no puede ofrecer su fuerza de trabajo, se le cierra la puerta y se hace pasar al siguiente. Hay formas muy diferenciadas de esclavitud moderna. Algunas tienen algo del antiguo jornalero; está también el trabajador aparentemente autónomo y aquellos que “no existen en absoluto” y no aparecen en ninguna estadística: los sin papeles.
“Actualmente se calcula aquí que los trabajadores que no tienen documentos serían unos 500 mil o más. Se mantienen escondidos, en condiciones miserables, tratando de no llamar la atención para no caer en ningún control. Y este problema va en aumento… Alemania es uno de los pocos países europeos donde no existe el salario mínimo y donde los sindicatos ya no son una fuerza creativa. Si estas organizaciones no existieran, hace tiempo que se hubieran rematado todos los estándares sociales. Yo veo un deslizamiento hacia condiciones de capitalismo temprano: indefensión, ausencia de derechos… 
–¿Cuándo fue la primera vez que usted trabajó de manera encubierta? ¿Cómo surgió el personaje que usted encarnó para realizar esa actividad?
–Que mi trabajo haya asumido esta forma se lo debo a la Bundeswehr (las fuerzas armadas alemanas); porque yo originalmente era un poeta experimental, no me interesaba demasiado en temas sociales. Como objetor de conciencia en el servicio militar, me negué durante diez meses a recibir una formación para matar. Me remití a Gandhi, pero también a principios cristianos, a pesar de que no soy miembro de la Iglesia. Finalmente me mandaron al departamento de psiquiatría. Ahí empecé a escribir. Y ese diario, hecho de apuntes, fue el comienzo de mi trabajo posterior. 
“Primero viví en hogares para gente sin casa en Escandinavia y en Hamburgo. Después trabajé en fábricas. Empecé en la Ford de Colonia, donde mi padre había arruinado su salud al trabajar en el sector de pinturas sin la protección necesaria, por lo que se enfermó de gravedad y murió tempranamente. Al principio yo podía trabajar con mi propio nombre, pues todavía nadie me conocía. Poco a poco mi trabajo fue creando intranquilidad en círculos patronales. Se emitieron circulares de advertencia que desaconsejaban mi contratación, así que me tuve que conseguir otros papeles.
–¿Se buscó usted un personaje? 
–Entonces yo no tenía mucho talento para fingir. En todos lados se me veía como algo extraño. En las fábricas me apodaban “el estudiante”, a pesar de que no lo era. Hoy soy uno más. El prisma con que miro ha cambiado. He creado nuevos sentidos de pertenencia. No tengo que simular. 
–¿Alguna vez en sus comienzos fue descubierto o tuvo que revelar su verdadera identidad?
–En los talleres Melitta, que dominan la ciudad de Minden, donde se fabrican los filtros de café, el dueño era un nazi exmiembro de las SS que financiaba organizaciones de extrema derecha. Durante el Tercer Reich escribía en el periódico de su empresa: “El que compre una sola vez en comercios judíos será despedido de inmediato”. Así eran los  que seguían dominnando la industria. En Melitta me infiltré para trabajar una temporada. Y fui descubierto, según me enteré más tarde, debido a que los servicios de inteligencia alemanes, que ya entonces me observaban, pusieron a la empresa en sobre aviso.
 
Ser otros
 
–Aquí, en la portada de su libro, están estos personajes o roles… no sé cómo los llama usted. Me gustaría que eligiera uno y me dijera qué ve. 
–Aquí soy el sin techo. Este rol lo exageré un poco, ya desde la apariencia, con ropa algo desgarrada. Eso no era necesario. En la calle encontré personas sin techo que no lo parecen: cuidan su apariencia, sienten pudor. En los años sesenta, cuando viví como sin techo por primera vez, se notaba en la calle a la gente de la misma condición. Después conocí a empleados que habían perdido su apartamento, a un pequeño empresario que fue a la quiebra, a un médico que terminó en la calle por el alcohol, y a otros más que allí se volvieron también alcohólicos. 
–Luis Buñuel cuenta en su autobiografía que le gustaba disfrazarse para ver las reacciones de la gente. Vestido de obrero, por ejemplo, las chicas ni lo miraban. ¿Cómo reacciona la gente con sus personajes?
–Aquí a los sin techo los miran con compasión o despectivamente; la gente les da la vuelta. En la fábrica de pan tuve el mejor contacto con los compañeros turcos, que eran los más valientes y los más unidos. En el call center yo era un pobre diablo como todos los demás. Pero en el rol de Kwami, el negro, me veía más joven y más atractivo que como blanco. El pelo tupido, la piel oscura, que disimula las arrugas. Había mucho rechazo. Era verdaderamente racismo, con excepciones. Se dice que la mayoría de la población alemana no es racista, pero es porque no lo demuestra. Y los que me trataban de manera positiva, siempre era desde arriba: “¿Cómo es que hablas tan bien alemán?”
–Sus personajes pasan también por situaciones cómicas. Recuerdo ahora la escena de Alí, el inmigrante turco, yendo de un sacerdote católico a otro para solicitar el bautizo.
–Disfruto lo grotesco. Sin la comicidad de la situación hoy estaría más endurecido. Eso me resarce también. Algunas situaciones son macabras, de humor negro, como cuando voy en silla de ruedas a la funeraria y me pruebo el ataúd (en el que supuestamente lo enviarán de regreso a Turquía). Yo juego con esas situaciones. A través del juego de roles pasé de ser introvertido a ser más activo y luchador. También lúdico. Yo juego mucho en mi vida, y si así debe ser, pongo también a veces mi vida en juego.
–¿En qué medida el hecho de asumir un personaje, poniéndose usted mismo como protagonista central de sus investigaciones, favorece o limita su trabajo?
–La percepción física es diferente. Puedo informar de manera más auténtica. El reportaje se hace más comprensible. Soy mi propio testigo y sé con exactitud que eso que escribo es cierto. Cuando uno investiga por medio de rumores, la información ya está filtrada. En el juego de roles se aprende más: uno se libera de prejuicios propios y de estimaciones falsas, porque cada realidad es siempre diferente de como uno se la había imaginado. Y para mí asumir un rol es a veces una vivencia chocante, pero también un aprendizaje respecto de cómo percibir la sociedad. 
 
Las torturas
 
–¿Sería aplicable su método para investigar el narcotráfico en México?
–Estuve en México, donde di charlas y talleres. Allá dije claramente que mi método, utilizado individualmente, llevaría a ser asesinado. Ahí ya ha habido suficientes periodistas asesinados. Habría que buscar alguna forma de agrupación anónima y publicar el trabajo en conjunto, quizá con un seudónimo. Eso tal vez sería una protección. Pero sería imprudente alentar a otros a que hagan lo que yo hago. 
–¿Qué piensa usted del método de WikiLeaks?
–La revelación de secretos como un fin en sí mismo significa muy poco para mí. Si eso no está unido a cierta ética o cierta moral, veo el peligro de que sea un fin en sí mismo, lo que puede causar daños. Para mí el fenómeno fue refrescante... volví a tener cierto respeto por la diplomacia estadunidense: ¡con qué precisión describen a nuestra clase política! Es algo que me hubiera gustado tener más a menudo en nuestra prensa.
–¿Quién gobierna Alemania? Se lo pregunto porque cuando uno lee sus reportajes se duda de que Alemania sea una democracia que funciona como tal.
–Cuando uno mira el lobby de los banqueros y los consorcios alrededor de los políticos importantes, que a veces están unidos como en un capullo, ensamblados en una relación, no digo corrupta porque no es que alguien reciba un envío de dinero, lo que hay son contactos sociales, charlas, honorarios por fuera de sus cargos políticos. Hay excepciones, pero esto abarca a todos los partidos.
“En este momento no vivimos en una sociedad de clases, sino en una sociedad de castas. Y en esos grupos hay escalafones muy determinados. Los intocables (la casta más baja dentro del hinduísmo) son los desempleados de larga data. El alemán con “trasfondo migratorio” es tratado como persona de segunda o de tercera clase. Las clases altas hablan despectivamente de una “sociedad praliné”. En realidad existe justamente lo contrario. Lo dice claro, en su libro, Peer Steinbrück, exministro de Finanzas (colaboró en el primer gobierno de Angela Merkel). Ahí cuenta que desde su cargo percibió entre los ejecutivos, empresarios y banqueros un desprecio tal por las clases más bajas que es en este sector privilegiado donde existe un verdadero mundo paralelo y asocial.
–Usted pasó una temporada en Brasil con los indígenas. ¿Qué aprendió de ellos?
–A no ponerme por encima de la naturaleza, sino a entenderme como parte de ella. Y también a moverme a su ritmo. En esta sociedad de la abundancia uno se confunde y se desborda porque hay demasiado de cada cosa. Y hay un ritmo que a uno se le impone. Aquí uno se aventura en cada día y no en el miedo al futuro. Es eso que en el budimo zen es la meta más elevada: pasar de la obsesión con uno mismo al olvido. Ahí se vive así. En México me gustaría mucho ir con los tarahumaras, que hacen rituales en los que se corre. Correr es mi forma de meditación. Olvido mientras corro. Sobre todo cuando lo hago en un ambiente natural, todas las molestias desaparecen. 
–El escritor japonés Haruki Murakami, quien también corre maratón, cuenta que durante la carrera, a fin de sobreponerse al dolor corporal, recita para sí mismo un mantra: “El dolor es inevitable. El sufrimiento es opcional”.
–Yo diría: adelantarse a los dolores más agudos, asumir la adversidad para no ser sorprendido por un sufrimiento que puede dominarlo a uno y que después no pueda manejar. Pero, al mismo tiempo, bajar la frontera del dolor. Correr la maratón es una superación constante. No se puede pensar en la meta. Si se hace eso, no se llega. Uno tiene que proponerse hacer los kilómetros siguientes. En el tiempo, y esto sucede a veces, después de 20 o 30 kilómetros sobreviene un estado en el que uno no corre más, sino que “se corre...”
–Volviendo a los límites del dolor... En 1974, en Grecia, usted se manifestó contra la dictadura y fue torturado hasta que supieron quién era. ¿Tuvo esa tortura algún efecto en su posicionamiento y su trabajo posteriores?
–Yo había vaticinado lo peor. Hasta escribí mi testamento. Sabía que en esas situaciones algunos eran asesinados o desaparecían. De pronto estaba yo con esta gente que extrae informaciones de manera burocrática, mecánica, y que entretanto, en una pausa de la tortura, habla por teléfono con su mujer y sus hijos y se vuelve otra persona. Después de que se me maltrató de la peor manera, durante casi un año no pude trabajar más. Tenía problemas de concentración. Tiempo después me sometí a una terapia. Y lo pude superar. Y puedo decir que ese fue el rol que más me marcó en mi vida…

1 comentario:

  1. Oh hazme una máscara, y un muro que me aparte de tus espías
    De los filosos y esmaltados ojos y espejadas garras
    Rebelión y rapto en el aposento infantil de mi rostro
    La mordaza de un árbol mutilado en resguardo de los desnudos enemigos
    La lengua, bayoneta en su indefenso oratorio
    La boca presente y la suavemente tocada trompeta de engaños
    con la forma de su vieja armadura, y en roble el semblante de un tonto
    para proteger al brillante cerebro y sosegar a los examinadores.
    Y una mancillada y triste lágrima de viudo, caída por los azotes
    para el velo de la belladona, y que los secos ojos perciban

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