viernes, 1 de octubre de 2010

Impuesto de la pobreza.

Impuesto de la pobreza.

Aquiles Baeza

Mientras PRI y PAN discuten con teatralidad la disminución del IVA, de un recientemente incrementado 16% en un punto porcentual, los ciudadanos pedimos se reduzca el oneroso impuesto de la pobreza que pagamos en este país. Tome nota mentalmente, y, -sólo mentalmente- entregue usted un peso a cada sociedad de beneficencia –incluyendo redondeo y la tramposa colecta instalada en el cajero automático de cualquier banco-, ONG, viene-viene, cerillo, expendedor de gasolina y pedigüeño que se le atraviese durante un día. Listo. ¿Cuánto desembolsó? Ahora multiplíquelo por 30 días y ya tiene usted un presupuesto mensual.

Con el ejercicio anterior usted se dará cuenta lo que la seguridad social nos cuesta a cada uno de nosotros. Y no me refiero a IMSS. Me refiero a la seguridad social de todas esas personas a las que les regalamos un peso. México es un país donde hay seguridad social, claro que sí, pero no para el que trabaja, sólo para aquellos que están fuera de la ley, incluyendo, claro está, a esa modalidad de delincuencia organizada, tristemente aceptada socialmente y tolerada en este país, la que forman esa runfla de malvivientes amantes de lo ajeno que ingresan a la política en pos de dinero fácil. Como ejemplo vergonzante de esta esperpéntica aceptación, esta semana, la portada de la revista “caras” nos invita a conocer a la nieta de un repugnante asesino: Diaz Ordaz. Sólo en este país se puede tolerar algo así.

Si el gobierno no garantiza atención médica, empleo, educación, seguridad, libre tránsito a la gente que paga impuestos, entonces ¿para qué demonios existe? ¿Para qué demonios los cobra? Para tomarlos sin rubor alguno y metérselos a la bolsa. Ni más ni menos. Y los que no pagan impuestos, siguiendo el ejemplo de la clase política, tranquilamente medran enajenando bienes públicos en la modalidad de apartado de lugares de estacionamiento en la vía pública, para citar sólo uno de los ejemplos más extendidos en este país de sicofantes.

El que trabaja es exprimido por los de arriba y por los de abajo y sufre la violencia que ambos dirigen a su persona. ¿No hay salida posible? En una sociedad que se ha demostrado incapaz de cualquier intento de trabajo conjunto o asociación para conseguir un bien común, la respuesta es ominosa: No hay salida. Imposible asociarse u organizarse en una sociedad donde el sistema, desde la masacre de estudiantes perpetrada en 1968, se ha dedicado a desbaratar el tejido social. Se ha dedicado desde entonces de manera sistemática a destruir la solidaridad social.

Y la nieta del asesino, aparece sonriente en, justamente, ¡Una revista de sociales! Qué bonito.

Pero hay una salida. Usted ya se ha dado cuenta lo que gasta al mes entregando pesos por aquí y por allá. Bueno, ahora ya sabe que no debe entregarlo. Y hay manera de que la violencia que el sistema hace nacer día a día se vuelva directamente contra él, sin nuestra salvadora intermediación. La próxima vez que alguien solicite de usted una moneda, cortésmente niéguesela y como un consejo que sólo se da a la gente que uno aprecia, dígale con su mejor sonrisa:

“No tengo; mejor hagan la revolución”

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