lunes, 25 de octubre de 2010

La vergüenza de EU al descubierto

El Pentágono ha estado manchado de sangre desde que dejó caer una bomba atómica sobre Hiroshima en 1945, y para una institución que ordenó la invasión ilegal de Irak en 2003 resulta ridículo afirmar que Wikileaks es culpable de homicidio.

Robert Fisk

Como de costumbre, los árabes sabían. Sabían todo de las torturas en masa, del promiscuo tiroteo de civiles, del escandaloso uso del poderío aéreo contra viviendas de familias, de los despiadados mercenarios estadunidenses y británicos, los cementerios de muertos inocentes. Todo Irak lo sabía. Porque ellos eran las víctimas.
Sólo nosotros podíamos fingir que no sabíamos. Sólo nosotros en Occidente podíamos rechazar cada acusación, cada afirmación contra los estadunidenses o británicos, poniendo a algún digno general –vienen a la mente el pavoroso vocero militar estadunidense Mark Kimmitt y el terrible jefe del estado mayor conjunto Peter Pace– a rodearnos de mentiras. Si encontrábamos un hombre que había sido torturado nos decían que era propaganda terrorista; si descubríamos una casa llena de niños muertos en un bombardeo aéreo estadunidense también era propaganda terrorista, o daño colateral, o una frase simple: No tenemos información de eso.
Desde luego, siempre sabíamos que sí la tenían. Y el océano de memorandos militares que se reveló este sábado lo volvió a demostrar. Al Jazeera ha llegado a extremos para rastrear a las familias iraquíes cuyos hombres y mujeres fueron asesinados en retenes estadunidenses –yo he identificado a alguna porque la reporté en 2004, el carro acribillado, los dos periodistas muertos, hasta el nombre del capitán local estadunidense– y fue The Independent on Sunday el primero en alertar al mundo sobre las hordas de pistoleros indisciplinados que eran llevados a Bagdad para proteger a diplomáticos y generales. Estos mercenarios, que se abrieron paso asesinando en las ciudades de Irak, me insultaron cuando les dije que estaba escribiendo acerca de ellos, allá en 2003.
Siempre es tentador desentenderse de una historia diciendo que no es nada nuevo. La idea de la vieja historia es usada por los gobiernos para enfriar el interés periodístico, pues sirve para cubrir la inactividad periodística. Y es cierto que los reporteros ya han visto antes algo de esto. La evidencia de la participación iraní en la fabricación de bombas en el sur de Irak fue filtrada por el Pentágono a Michael Gordon, del New York Times, en febrero de 2007. La materia prima, que ahora podemos leer, es mucho más dudosa que la versión generada por el Pentágono. Por todo Irak había material militar iraní de la guerra Irak-Irán de 1980-88, y la mayoría de los ataques contra los estadunidenses fueron llevados a cabo en esa etapa por insurgentes sunitas. Por cierto, los informes que sugieren que Siria permitió el cruce de insurgentes por su territorio son correctos. He hablado con familias de los atacantes suicidas palestinos cuyos hijos llegaron a Irak desde Líbano a través de la villa libanesa de Majdal y luego por la ciudad norteña siria de Aleppo para atacar a los estadunidenses.
Pero, aunque escrita en escueto lenguaje militar, aquí está la evidencia de la vergüenza estadunidense. Es un material que puede ser usado por abogados en tribunales. Si 66 mil 81 –me encantó ese 81 – es la cifra más alta disponible de civiles muertos, entonces la cifra real es infinitamente más alta, pues este registro sólo corresponde a los civiles de los cuales los estadunidenses tuvieron información. Algunos fueron llevados a la morgue de Bagdad en mi presencia, y fue el oficial a cargo quien me dijo que el Ministerio de Salud iraquí había prohibido a los médicos practicar autopsias de los civiles llevados por soldados estadunidenses. ¿Por qué se dio esta orden? ¿Tendría algo que ver con los mil 300 reportes independientes estadunidenses sobre tortura en las estaciones policiales iraquíes?
Los estadunidenses no tuvieron mejores resultados la última vez. En Kuwait, soldados de Estados Unidos podían oír cómo los kuwaitíes torturaban a palestinos en los cuarteles de policía después de que la ciudad fue liberada de las legiones de Saddam Hussein, en 1991. Incluso un miembro de la familia real kuwaití participó en las torturas. Los estadunidenses no intervinieron y solamente se limitaron a quejarse ante la familia real. A los soldados siempre les dicen que no intervengan. Después de todo, ¿qué le dijeron al teniente del ejército israelí Avi Grabovsky cuando reportó a su superior, en septiembre de 1982, que falangistas aliados de Israel acababan de asesinar a mujeres y niños? Ya lo sabemos, no nos gusta, no intervenga. Eso fue durante la masacre en el campo de refugiados de Sabra y Chatila.
La cita viene del informe de la comisión Kahan de Israel de 1983; sabe Dios qué leeríamos si Wikileaks lograra echar mano a los archivos del Ministerio de Defensa israelí (o la versión siria, para el caso). Pero, claro, en aquellos días no sabíamos cómo usar una computadora, ya no digamos escribir en ella. Y eso, desde luego, es una de las lecciones importantes de todo el fenómeno Wikileaks.
En la Primera Guerra Mundial, en la segunda o en Vietnam, uno escribía sus informes militares en papel. Tal vez los presentaba por triplicado, pero podía numerar las copias, rastrear cualquier espionaje y evitar filtraciones. Los documentos del Pentágono estaban realmente escritos en papel. Pero el papel siempre se puede destruir, mojar, hacer trizas hasta la última copia. Por ejemplo, al terminar la guerra de 1914-1918, un teniente segundo inglés mató a uno de los trabajadores chinos que habían saqueado un tren militar francés. El chino había amenazado con un cuchillo al soldado. Pero durante la década de 1930 el expediente de los soldados británicos fue tachado tres veces, por lo que no queda del incidente más rastro que un diario de guerra de un regimiento que reporta el saqueo del tren francés de provisiones por los chinos. La única razón por la que estoy enterado de esa muerte es porque mi padre era el teniente británico y él me contó la historia antes de morir. En ese tiempo no había Wikileaks.
Sin embargo, sospecho que esta masiva revelación de material de la guerra de Irak tiene serias implicaciones para periodistas y ejércitos por igual. ¿Cuál es el futuro de los Seymour Hershes y del periodismo de investigación de vieja escuela que el diario Sunday Times solía practicar? ¿Qué caso tiene enviar equipos de reporteros a investigar crímenes de guerra y reunirse con gargantas profundas militares si de pronto casi medio millón de documentos secretos van a acabar flotando frente a uno en una pantalla?
Aún no hemos llegado al fondo de la historia de Wikileaks, y más bien sospecho que hay más de unos cuantos soldados estadunidenses implicados en esta última revelación. ¿Quién sabe si no llega hasta lo más alto? En sus investigaciones, por ejemplo, Al Jazeera encontró un extracto de una conferencia de prensa de rutina del Pentágono en noviembre de 2005. Peter Pace, el nada inspirador jefe del estado mayor conjunto, informa a los periodistas cómo deben reaccionar los soldados ante el tratamiento cruel de prisioneros, señalando con orgullo que el deber de un soldado estadunidense es intervenir si ve evidencia de tortura. Luego la cámara se mueve hacia la figura mucho más siniestra del secretario de Defensa Donald Rumsfeld, quien de pronto interrumpe casi en un murmullo, para gran consternación de Pace: No creo que quiera usted decir que los soldados están obligados a detenerla físicamente. Su deber es reportarla.
Desde luego, la significación de este comentario –crípticamente sádico a su modo– se perdió en los diarios. Pero ahora el memorando secreto Frago 242 arroja mucho más luz sobre esa conferencia de prensa. Enviada presumiblemente por el general Ricardo Sánchez, la instrucción a los soldados es: Supuesto que el reporte inicial confirme que las fuerzas estadunidenses no tuvieron que ver en el abuso contra detenidos, no se realizará mayor investigación, a menos que lo ordene el alto mando. Abu Ghraib ocurrió bajo la supervisión de Sánchez en Irak. Fue también Sánchez, por cierto, quien no pudo explicarme durante una conferencia de prensa por qué sus hombres dieron muerte a los hijos de Saddam Hussein en un tiroteo en Mosul, en vez de capturarlos.
El mensaje de Sánchez, según parece, debió haber tenido el visto bueno de Rumsfeld. Del mismo modo, el general David Petraeus –tan amado por los periodistas estadunidenses– fue presuntamente responsable del dramático incremento en los ataques aéreos estadunidenses en el curso de dos años: de 229 sobre Irak en 2006 a mil 447 en 2007. Resulta interesante que los ataques aéreos de Estados Unidos en Afganistán se han elevado 172 por cierto desde que Petraeus asumió el mando militar allá.
Todo esto hace aún más asombroso que el Pentágono ahora se desgarre las vestiduras porque Wikileaks podría tener sangre en las manos. El Pentágono ha estado manchado de sangre desde que dejó caer una bomba atómica sobre Hiroshima en 1945, y para una institución que ordenó la invasión ilegal de Irak en 2003 –¿acaso la cifra de civiles muertos no fue allí de 66 mil, según sus propias cuentas, de unos 109 mil registrados?– resulta ridículo afirmar que Wikileaks es culpable de homicidio.
La verdad, por supuesto, es que si este vasto tesoro de informes secretos hubiera demostrado que la cifra de muertos era mucho menor de lo que la prensa proclamaba, que los soldados estadunidenses nunca toleraron la tortura por policías iraquíes, que rara vez dispararon a civiles en retenes y siempre llevaron a los mercenarios asesinos ante la justicia, los generales estadunidenses habrían entregado estos expedientes a la prensa sin cargo alguno en las escalinatas del Pentágono. No sólo están furiosos porque se haya roto el secreto o porque se haya derramado sangre, sino porque los han pescado diciendo las mentiras que siempre supimos que decían.
© The Independent
Traducción: Jorge Anaya

miércoles, 13 de octubre de 2010

La administración del miedo en las guerras contra el terror y el narco

Naief Yehya
¿PARA QUÉ SE PELEAN LAS GUERRAS?

Las guerras occidentales de hoy se conciben como operaciones policíacas, como acciones estratégicas que se realizan cotidianamente para capturar criminales, detener actividades ilegales, disciplinar poblaciones, imponer leyes e incluso constituciones, con el paradójico objetivo de pacificar grupos y Estados. Así, los Estados democráticos y abiertos pueden presentar las guerras, invasiones y despliegues militares a sus ciudadanos, que son los patrocinadores de estas aventuras, como acciones para proveer seguridad y estabilidad, nunca paz. Con este fin George Bush Jr. lanzó una “guerra global contra el terror”, la cual Barack Obama eligió no sólo sostener sino ampliar. Estas guerras se pelean contra abstracciones: el terror, en el caso de EU y, localmente, Felipe Calderón, siguiendo ese ejemplo, lanzó su guerra contra el narco. Carl Kandutsch señala oportunamente que, dado que el uso de la palabra terror designa una idea o una esencia en lugar de una cosa o por lo menos una táctica, Terror (el terrorismo es una táctica) y por extensión Narco (el narcotráfico es una industria) deben escribirse con mayúscula. El enemigo en ambos casos no es un país ni una ideología, no se está protegiendo fronteras ni litorales ni el espacio aéreo. Estados Unidos y sus aliados lanzan operaciones en Afganistán, Pakistán, Irak, Somalia, Yemen y demás. En el caso de México las acciones militares se llevan a cabo en más de una docena de estados. Pero es claro que terroristas y narcos cruzan fronteras y océanos, y sus acciones e intereses no respetan el concepto de nación, por lo que estas guerras son mundiales.

GUERRA ADMINISTRADA
 

Las guerras contra el terror y el narco son presentadas como conflictos contra el mal, como combates de connotaciones bíblicas y épicas, donde el enemigo es monstruoso y deshumanizado, donde no podría soñarse aplicar las leyes de la guerra. El blanco del enemigo es el pueblo, los bancos, las reuniones públicas, los centros nocturnos y los centros comerciales. El Estado responde a la amenaza de explosivos o ráfagas indiscriminadas de metralla con represalias punitivas y asesinatos. Una de las principales características de estas guerras modernas es que, a pesar de que el frente de combate es difuso y la sociedad como un todo está relativamente aislada de las consecuencias del conflicto, la cultura se militariza, se normaliza el miedo, y cada experiencia urbana comienza a parecerse al proceso de abordar un avión, ese ritual al que debemos someternos como “sospechosos potenciales de crímenes que aún no se han cometido”, como escribe Kandutsch. En vez de que la guerra perturbe la vida cotidiana, ésta se presenta dosificada como una serie de crisis sin interrupción y bajo cierto control. La idea es crear miedo y mantenerlo, pero nunca llegar a un punto de ruptura que se convierta en pánico, ni a uno en que la guerra pueda ser ignorada. Se enfatiza que se vive en estado de guerra, pero que las cosas deben hacerse como siempre; el consumo no debe ser interrumpido. Estas guerras son más asuntos de administración, burocracia, relaciones públicas y marketing, que de estrategia militar.

CAZANDO HUMANOS

¿Quién puede realmente sorprenderse al descubrir que los soldados que pelean este tipo de guerras se comporten de manera criminal y desplieguen un sadismo extremo? Es claro que las carnicerías sistemáticas despojadas de ideología u objetivo son aún más propensas que cualquier otro tipo de guerra a engendrar comportamientos brutales entre las tropas. Recientemente se reveló que varios soldados (hasta ahora cinco han sido acusados) de la 5a brigada de combate Stryker de la 2a división de infantería, con base en Ft. Lewis-McChord, Washington, bajo el mando del sargento Calvin r. Gibbs, se dedicaban a cazar afganos (Gibbs aseguró a sus soldados que había hecho lo mismo en Irak) con balas y granadas. Varios soldados han reconocido que recogían trofeos, como dedos mutilados y otras partes corporales, además de que documentaban sus ejecuciones en fotos y videos. Por su parte, la insurgencia en los países agredidos responde con mensajes sanguinarios mediatizados. Algo semejante podemos ver reflejado en los crímenes-espectáculo del narco y en las eventuales represalias militares. Ambas partes coinciden en que la fabricación de un estado de temor es provechosa para sus intereses, ambas emplean los medios para masificar sus imágenes de terror.

viernes, 1 de octubre de 2010

Impuesto de la pobreza.

Impuesto de la pobreza.

Aquiles Baeza

Mientras PRI y PAN discuten con teatralidad la disminución del IVA, de un recientemente incrementado 16% en un punto porcentual, los ciudadanos pedimos se reduzca el oneroso impuesto de la pobreza que pagamos en este país. Tome nota mentalmente, y, -sólo mentalmente- entregue usted un peso a cada sociedad de beneficencia –incluyendo redondeo y la tramposa colecta instalada en el cajero automático de cualquier banco-, ONG, viene-viene, cerillo, expendedor de gasolina y pedigüeño que se le atraviese durante un día. Listo. ¿Cuánto desembolsó? Ahora multiplíquelo por 30 días y ya tiene usted un presupuesto mensual.

Con el ejercicio anterior usted se dará cuenta lo que la seguridad social nos cuesta a cada uno de nosotros. Y no me refiero a IMSS. Me refiero a la seguridad social de todas esas personas a las que les regalamos un peso. México es un país donde hay seguridad social, claro que sí, pero no para el que trabaja, sólo para aquellos que están fuera de la ley, incluyendo, claro está, a esa modalidad de delincuencia organizada, tristemente aceptada socialmente y tolerada en este país, la que forman esa runfla de malvivientes amantes de lo ajeno que ingresan a la política en pos de dinero fácil. Como ejemplo vergonzante de esta esperpéntica aceptación, esta semana, la portada de la revista “caras” nos invita a conocer a la nieta de un repugnante asesino: Diaz Ordaz. Sólo en este país se puede tolerar algo así.

Si el gobierno no garantiza atención médica, empleo, educación, seguridad, libre tránsito a la gente que paga impuestos, entonces ¿para qué demonios existe? ¿Para qué demonios los cobra? Para tomarlos sin rubor alguno y metérselos a la bolsa. Ni más ni menos. Y los que no pagan impuestos, siguiendo el ejemplo de la clase política, tranquilamente medran enajenando bienes públicos en la modalidad de apartado de lugares de estacionamiento en la vía pública, para citar sólo uno de los ejemplos más extendidos en este país de sicofantes.

El que trabaja es exprimido por los de arriba y por los de abajo y sufre la violencia que ambos dirigen a su persona. ¿No hay salida posible? En una sociedad que se ha demostrado incapaz de cualquier intento de trabajo conjunto o asociación para conseguir un bien común, la respuesta es ominosa: No hay salida. Imposible asociarse u organizarse en una sociedad donde el sistema, desde la masacre de estudiantes perpetrada en 1968, se ha dedicado a desbaratar el tejido social. Se ha dedicado desde entonces de manera sistemática a destruir la solidaridad social.

Y la nieta del asesino, aparece sonriente en, justamente, ¡Una revista de sociales! Qué bonito.

Pero hay una salida. Usted ya se ha dado cuenta lo que gasta al mes entregando pesos por aquí y por allá. Bueno, ahora ya sabe que no debe entregarlo. Y hay manera de que la violencia que el sistema hace nacer día a día se vuelva directamente contra él, sin nuestra salvadora intermediación. La próxima vez que alguien solicite de usted una moneda, cortésmente niéguesela y como un consejo que sólo se da a la gente que uno aprecia, dígale con su mejor sonrisa:

“No tengo; mejor hagan la revolución”