jueves, 21 de octubre de 2021

Escombros

 Juan Preciado

 


 

 

 “México debe contarse sin duda alguna entre las más hermosas ciudades que los europeos han fundado en ambos hemisferios. A excepción de Petersburgo, Berlín, Filadelfia y algunos barrios de Westminster, apenas existe una ciudad de aquella extensión que pueda compararse con la capital de Nueva España”.

Alexander von Humboldt

 

El 12 de abril de 1803, el explorador prusiano llega a la ciudad de México y llama su atención, además del clima “dulce y templado”, la “regularidad y anchura de sus calles”, fuerte contraste con los laberintos estrechos que forman las principales capitales de Europa, que conoce todas. Aquel que llamó a la ciudad de México, “la ciudad de los palacios” trabajó durante su estancia en la capital de la nueva España en lo que hoy es el número 90 de la calle de Guatemala, el antiguo colegio de minas, edificio que a su parecer “podría adornar las principales plazas de París y de Londres”.

Humboldt permanece en México un año, en vez del par de meses que tenía planeado. Dos cosas lo retienen, “el atractivo de un país tan bello y variado como el virreinato de Nueva España” y la epidemia de fiebre amarilla que por entonces asolaba Veracruz y Cuba. En sus palabras, no quiere que el viaje termine en una tragedia. Nosotros agradecemos su prudencia. De haber retado a la enfermedad, habríamos perdido el emocionante testimonio de una ciudad bellísima que sucumbió a los ataques de la fealdad propia de la codicia.

Es notable que Humboldt no mencione lo que se ha hecho notar con estupefacción. Para ese entonces, la hermosa ciudad había levantado palacios y casonas pasando por encima de la ciudad colonial original. Actualmente, no conocemos ningún edificio, salvo una casa destartalada, de lo que fuera la ciudad del siglo XVI. La ciudad ha sido sistemáticamente destruida en pro de la modernidad, el transporte, público o privado, y el gran negocio de la construcción que sólo empeora el hacimiento y provoca más fealdad.

Notable es la descripción que hace de los acueductos que entregan el agua a la capital. El agua potable se obtiene a comienzos del siglo XIX de Chapultepec  y la zona de Santa Fe, “cerca de la cordillera que separa el valle de Tenochtitlan del de Lerma y de Toluca”. El desparecido acueducto de Santa Fe tenía una extensión de 10.2 km (misma extensión de la actual red). El agua más pura y cristalina se obtenía de San Agustín de las Cuevas, lugar ubicado en lo que hoy es el bosque de Tlalpan. La ciudad cuenta con agua suficiente al este y al oeste. El agua del oeste de la ciudad es potable, el agua del este es navegable. El canal de Jamaica permite llevar hortalizas desde Xochimilco y Nativitas hasta la Merced. El agua no es un problema en la capital de la Nueva España, en ningún momento se habla de agua insalubre, inapropiada para el consumo, si bien se hace mención que el agua menos pura es la de Chapultepec y “solo se bebe en los arrabales”.

El miedo a beber agua de la ciudad, es un mito que tiene sus raíces en la estulta postura arrogante del eurocentrismo y en un suceso digno de una publicación de “sociales”.

El siglo XIX es el siglo de la guerra en México. Terminada la desastrosa guerra de independencia, la desgracia mexicana continua con una injusta guerra de invasión por parte del codicioso país vecino del norte. Ya en 1803, Von Humboldt advierte que Estados Unidos de América no quiere reconocer otro límite a sus fronteras “sino el Rio Bravo del norte (de México)”. Nadie hizo caso de la advertencia y años después el país fue despojado de sus prohombres y con el camino libre, de la mitad más rica de su territorio. Entre la invasión norteamericana y la invasión la francesa, el país y el culpable directo, presidente en turno, desean olvidar tan inmensa deshonra, igualito que ahora, mediante espectáculos y diversiones. En 1854, llega a México Henriette Sontag, cantante sin par,  para presentar la ópera “Otello”, de Rossini, quién calificaba a la intérprete como “la voz más pura de soprano”. Después de las primeras funciones, Sontag y otros tres protagonistas enferman de cólera y mueren días después, presuntamente a causa de beber agua contaminada de la ciudad. Mala suerte en una época y en un país infortunado. Europa no le perdonó nunca a nuestro país la muerte de su más grande estrella, no obstante, cien años más tarde, en el palacio de bellas artes se presenta María Callas, sin exigir agua embotellada o cosa parecida.

"No se puso piedra sobre piedra alguna con amor ni reverencia; no se trazó calle alguna para la danza ni el goce. Juntaron una cosa a otra en una pelea demencial por llenar la barriga (...) las calles huelen a nulas y vanas creaciones del vientre vacío"

Henry Miller

 

Pero entonces, ¿qué le pasó a la ciudad?

 

Hablar actualmente de “la ciudad de los palacios” parece broma de mal gusto. Primero con la guerra de independencia y después con la revolución, la ciudad fue en parte destruida cuando parecía llegar a cierto grado de estabilidad y esplendor. Los edificios recién construidos o remozados fueron blanco de metralla. Tiempo después el deseo de modernidad continuó a partir de los años cincuenta del siglo XX y uno tras otro aparecieron, engullendo a la ciudad colonial multifamiliares, ejes viales, cemento por doquier, trenes subterráneos, segundos pisos, edificios de uso mixto, rutas de metrobús, ciclopistas, con la consecuente contaminación, cielos grises, mala calidad del aire, centros comerciales en cada esquina, estelas de luz, los horrorosos “Centros de transferencia modal”, supuestos parques que son en realidad planchas de cemento con jardineras, los flamantes e inútiles teleféricos, y segura y próximamente terceros pisos y teletransportadores, por que en la ciudad ya no cabe absolutamente nada.

 

 Y así nos va.